Los incómodos viejos
Joaquín García-Huidobro
Mi abuela Amelia era un personaje. Había nacido a comienzos del siglo XX, pero tenía una mentalidad muy moderna, yo diría que propia del siglo XXIV: era una mujer chispeante, lectora, culta y llena de vida. Cuando ya tenía muchos años, se subió a una micro como todos los días para hacer un recorrido habitual. Como se demoraba un poco, una joven que estaba detrás le dijo: "-¡Vieja!" Ella no se complicó la vida, se dio media vuelta y le contestó, con la mejor de las sonrisas: "-¡Le deseo, jovencita, que nunca llegue a mi edad!". La joven bajó la cara, avergonzada.
No olvidemos que, en todas las culturas de la historia, la figura del anciano siempre fue muy respetada. Tal era el caso de los mayas, los griegos, los judíos, los árabes, y diversos pueblos africanos. La palabra "presbítero", que se usa en el cristianismo para designar a los sacerdotes, significa precisamente eso: "anciano". En nuestros tiempos, en cambio, los viejos incomodan: son lentos, improductivos y sus arrugas desentonan con los ideales de belleza que difunden las pantallas.
Hace años, el cineasta argentino Leopoldo Torre Nilsson llevó a la pantalla La guerra del cerdo (1975), basada en una novela de Bioy Casares. Muestra una sociedad donde los jóvenes no sólo miran a los ancianos con asco, sino que incluso los matan. En la actualidad, Suiza tiene montada toda una industria para que las personas viejas vayan a terminar allí sus días, en unas modernas clínicas que proveen servicios de suicidio asistido. Son tan eficientes que, antes de administrarles una pócima letal, les dan un fármaco que les impide vomitar. No sea que alguno se arrepienta.
La calidad de una sociedad no se mide por el PIB o la altura de sus edificios, sino por la forma en que trata a sus miembros más débiles, entre ellos los ancianos. ¿Cómo andamos en Chile en esta materia? Durante décadas, se construyeron edificios que parecían partir de la base de que nunca nadie iba a necesitar unas muletas o requerir una silla de ruedas. Hemos progresado un poco, porque los ancianos se han beneficiado de las mejoras pensadas para personas con dificultades para trasladarse, pero está claro que la actitud general ante la vejez no es precisamente la más deseable.
¿A qué se debe esta dificultad para integrar a los ancianos en nuestra ajetreada vida? Sería fácil decir que la causa es el egoísmo de la gente, pero lo cierto es que esta parece ser la sociedad de los apurados, donde, además, todo tiene que ser medible y el acto de cuidar no parece ser rentable en términos de uso del tiempo. Todavía hay muchas personas que dedican buena parte de su vida al cuidado de sus padres y abuelos, pero da la impresión de que su número disminuye.
Además, la filosofía hedonista dominante tampoco ayuda mucho. Si el fin de la vida es "pasarlo bien", entonces la figura de los viejos viene a arruinarnos el espectáculo, porque nos recuerdan que un cuerpo joven y sano es algo meramente transitorio.
Por otra parte, es interesante comprobar que, al mismo tiempo, para muchos jóvenes la figura de sus abuelos ha adquirido un protagonismo muy particular. Con o sin razón, piensan que sus padres les han fallado y sus abuelos han pasado a ser unas personas en las que realmente se puede confiar. Como se ve, estamos ante fenómenos muy complejos, porque se descarta a los viejos y al mismo tiempo se los necesita.
He conocido muchos viejos notables en mi vida. Pienso, por ejemplo, en María Luisa: su cara estaba llena de arrugas y eso le daba una dignidad especial. Todo lo que decía era importante; tenía, por decirlo así, más peso específico que el resto de los seres humanos. Ella y su marido, un destacado historiador, habían dedicado su vida a sacar adelante unos colegios para educar a niños en situación vulnerable. Comprenderás que una persona que está dedicada completamente a los demás no tiene tiempo para inquietarse porque le apareció una arruga en la cara.
No es una estrategia inteligente olvidarse de los viejos ni, mucho menos, despreciarlos. Conozco a estudiantes que han empezado a reunirse con alguno de sus abuelos y que toman nota en un cuaderno de muchas historias antiguas, para que no se pierdan. Algún día las pondrán por escrito, o al menos les servirán para contársela a sus hijos y nietos, de modo que sepan de dónde vienen.