Rumbo a La Barra del río bueno en el verano de 1950
El periplo fluvial era una verdadera odisea a bordo del vapor "Rahue".
Texto de Rodrigo Montesinos Vásquez
El vapor "Rahue" tenía 20 metros de eslora y 5 metros de manga. Era de origen inglés impulsado por ruedas laterales y movido por un motor a vapor. Fue traído en 1880 desde el río Ganges (en la India) por el ingeniero valdiviano Walter Debus. Cubrió el recorrido entre Osorno y la Barra del Río Bueno, y viceversa. El último capitán que lo comandó fue Omar Peters Teuschel.
Los pasajeros conversan animadamente con rostros jubilosos, agolpados en el antiguo muelle ribereño, esperando el abordaje. Familias con casa de veraneo en La Barra (la desembocadura del río Bueno) y ribereños que regresaban a su mundo de aislamiento y soledad, esperaban que el capitán diera la orden para subir al vapor "Rahue" -un antiguo navío de principios del siglo XX, forrado con fierro oxidado- premunidos de maletas de cuero y canastos de mimbre rebosantes con el cocaví preparado anticipadamente para el periplo de seis horas.
Las señoras con faldas largas, abrigadas con echarpes de lana y los hombres de más edad, con chaquetones gruesos, algunos cubiertos con boina Jockey y los más antiguos con sombrero de pita blanco tipo Panamá, alón al ojo, como corresponde a un varón elegante.
Un señor bajito y regordete lleva el diario La Prensa bajo el sobaco, como un preciado tesoro para matar el ocio y regalo apetecido por los barreños que esperan sus noticias, ya que allá no se escuchan ni las radios y nada se sabe del mundo civilizado. El reloj marca las diez de la mañana y el horizonte amenaza con una llovizna.
El capitán del vapor está observante, parado en la proa. Se saca la gorra marinera, refriega su cabello, se aleja para revisar que la llama de la caldera esté ardiendo y luego camina hacia la popa, donde yacen ordenados los perfumados trozos de madera nativa, el combustible para la navegación.
El barco se mece, apostado en el vetusto muelle de madera de Trumao, en la ribera sur del río Bueno, luciendo sus grandes ruedas de paletas, sus dos cubiertas y la cabina para refugiarse cuando llueve. El ancho tubo de la caldera despide al aire el humo grisáceo vomitado por la combustión de la leña.
Al grito del capitán, suben los pasajeros a cubierta, el conductor toma su puesto de mando dentro de una pequeña cabina, luego tira una cuerda y se escucha el fuerte silbato producido por el pavor blanquecino que escapa y despide una llovizna caliente que salpica a los pasajeros cercanos. Es el anuncio de que se inicia el largo viaje y las ruedas de paletas comienzan a girar lentamente, dejando tras sí una estela de espuma, mezclada con hojas muertas flotantes caídas de los árboles ribereños que besan las aguas.
Pronto la quilla del vapor comienza a surcar las aguas como un cuchillo, formando olas que se fugan por ambos lados, mientras las paletas giran a mayor velocidad rompiendo el silencio de la campiña; incluso, logran espantar una bandada de queltehues que aletean con gran ruido, arrancando despavoridas para refugiarse en las vegas ribereñas.
Atrás, aledañas al río por su lado sur, se van alejando de la vista las ruinas de la Bodega Nueva de los Iroumé y Berho, trasladada desde la ribera antagónica a principios del siglo XX por los inmigrantes vasco franceses ante la llegada amenazante del ferrocarril que comenzó a competir con el transporte fluvial. De la Bodega vieja, levantada en 1880 en la ribera norte, cercana al poblado de La Unión, prácticamente no quedan más que viejos maderos negros sumergidos, lastimosos recuerdos de la aduana que regulaba las mercaderías arribadas desde Europa sobre vapores que, para remontar el río, rompían con dificultad las olas embravecidas en el encuentro del río Bueno con el mar.
Pierna de cordero y damajuana de vino
Las señoras se refugian en la cabina principal, los varones conversan en los pasillos. El señor gordito se instala en un asiento y despliega el diario que trae consigo: La Prensa, sábado 14 enero 1950. Lee los titulares y lo vuelve a guardar; luego extrae una pierna de cordero desde un paquete y lo lleva junto con una damajuana de vino hacia la cabina del capitán para proponerle asar la pierna en la caldera, como ha sido la costumbre de tantos viajes navegados.
El vapor "Rahue" avanza río abajo y las aguas verde oscuras y límpidas del río comienzan a encajonarse a medida que penetra la precordillera de la costa. Los cerros se disponen más abruptos y el bosque nativo se torna más denso y virgen, porque no existen caminos para penetrarlo. A la media hora de viaje, los pasajeros observan la junta con el río Rahue, que viene con aguas turbias desde Osorno y se abraza con el Bueno.
Mientras la pierna de cordero comienza a tomar color dorado dentro de la caldera, el señor regordete rellena por cuarta vez las copas, sentado en la cabina del conductor. Y después de un repetido brindis, comienza a tumbar la cabeza, embriagado por el mosto traicionero. El vapor pierde su rumbo y se acerca peligrosamente a la orilla, la paleta izquierda sube sobre una solitaria playa, girando sobre la arena mientras el barco comienza a ladearse peligrosamente hacia el lado contrario que continúa flotando en las aguas profundas.
Los pasajeros de cubierta gritan desesperados, agarrándose unos con otros y el gordito de la cabina logra tomar el timón y lo gira para regresar el barco al cauce profundo, mientras el capitán despierta asustado de su modorra.
Luego se avistarán los lugares más hermosos del río Bueno, conocidos como "El peligro", temido por los viajeros nocturnos, y más allá el "Molino de Oro", una espumosa caída de agua desde los altos de la cordillera. Luego se siente un largo pitazo del vapor que detiene su marcha, porque un botero rema contra la corriente esperando un encargo que le envían desde el pueblo. Entregado el paquete, se reanuda la marcha y al cabo de una hora el barco disminuye su velocidad para acercarse lentamente a la orilla norte donde un lugareño hace señas con sus manos, parado sobre una ruma de palos de madera nativa. Es el abastecedor de leña estratégicamente ubicado a mitad del trayecto y los pasajeros se alinean como una cadena humana para cooperar voluntariamente, pasando los trozos de leña de brazo en brazo para depositarlos ordenadamente en cubierta.
Camino a la barra
Reanudada la marcha, se acerca el último tramo del Bueno antes de su desembocadura y se bajan algunos pasajeros en el muelle de la hacienda forestal Venecia, en medio de la algarabía de los residentes. Desembarcados estos viajeros en su destino, el barquito toma el tramo final del periplo y comienza a cabecear rompiendo el oleaje embravecido que viene empujado por el viento marino. A lo lejos se divisa la cortina de aguas espumosas del océano que chocan contra la corriente del río, formando una barrera blanquecina.
El muelle de La Barra está atestado de residentes que esperan con ansiedad a los viajeros de este barco que llega sólo los sábados y regresa el domingo a la civilización. Una carreta con bueyes espera a los pensionistas de una hostería para llevarles sus maletas, canastos y vituallas para su estadía.
Los que alojarán en el único hotel del balneario se encontrarán en su dormitorio con un lavamanos enlozado de figuras floreadas montado sobre un mueble de madera, acompañado de una jabonera; a su lado habrá una jarra con agua, también floreada, y al otro lado dispondrá de una bacinica. En el velador, cubierto con un tapete blanco tejido a crochet, el espacio estará ocupado por una palmatoria enlozada con una vela nueva incrustada y una concha de loco convertida en cenicero, para los fumadores. La posada sólo dispone de un baño rústico exterior, al final de un corredor, lo más actualizado de su construcción que data de fines del siglo XIX, cuando por La Barra ingresaban vapores con mercaderías provenientes de Europa. La rusticidad del lugar, donde no existe la electricidad ni los adelantos propios de la ciudad, fascina a los turistas que gustan vivir un pasado que se resiste a abandonar su sitial.
Llegar a La Barra es regresar a tiempos remotos, donde los veraneantes caminan animosos cada mañana en dirección a la playa del mar por un sendero de hojas resquebrajadas, flanqueado por el bosque nativo perfumado y enrojecido por los copihues que cuelgan desde los arrayanes, como cataratas de campanitas.
Por la noche, desde las casas de madera cubiertas de tejuelas de alerce maquilladas con brea negra, la juventud converge, como un ritual acostumbrado, hacia la playa de la desembocadura, donde los espera una gigantesca fogata de madera seca, pulida por el mar. Alrededor de esa fogata correrá el vino navegado, se corearán canciones antiguas al ritmo de un acordeón y se oirán los mejores chistes celebrados por la tertulia juvenil.