Constato por enésima vez que la lluvia se entroniza en nuestros espacios. Las estaciones no obedecen códigos ni reglamentos y aunque ya sabíamos de eso, igualmente no podemos dejar de lamentar la ausencia de la estación más hermosa y esperada. El invierno se niega a marchar. Lo verificamos casi con angustia. Las ventanas se guarecen como muchachas solas tras las cortinas.
El musgo verdea su matriz de agua y frío. Los árboles se atreven recién con sus primeros brotes. La salvia y las cinerarias han sido negreadas por la escarcha. Tarda en llegar la mañana. La luz se vuelve escasa y en puntillas de hembra eterna viste las ventanas y el mundo se abre para recoger un día más desde los calendarios.
A pulso de hijos mansos hemos aprendido a querer el agua que revienta los estambres de la nube oscura. Hemos aprendido a arroparla en nuestras gruesas chombas de lana, bufandas, guantes y gorros; en los zapatos gruesos y los calcetines. Hemos aprendido la importancia de los paraguas y los pañuelos. Agradecemos la lluvia en la melga, en las norias, los riachuelos, los crisantemos y magnolias. Sabemos que sin su riego este espacio de universo no podría ser el mismo.
Pero, hay horas en las que quisiéramos más luz, racimos de virutas amarillas que vengan a beberse todo charco en las calles, que se disuelvan como copas de vino soleado sobre el cuerpo de los techos, que abracen los caños agotados de tanto árbol, fuego e infierno, que otorguen brillo a la pintura que se descascara con urgencia. Quisiéramos constatar los brotes en los jacintos azules y la rosa firme de la camelia blanca. El regreso de nuestros pájaros viajeros. Que el avellano deje de ser zarandeado por la pluma del granizo y el rododendro reviente en gajos su milagro.
Necesitamos con premura la tibieza del sol sobre los huesos ateridos. Se torna tarea urgente echar al sol los vestidos, los zapatos, boinas y sombreros. Hay que lavar los manteles, las frazadas y cojines. Abrir todas las ventanas, los roperos y armarios y llamar a la brisa por su nombre para que de nuevo nos habite y contenga. Desentumecernos el cuerpo y el alma.
Y, como el mayor acto de economía, guardar la luz detrás de los retratos, en las repisas de madera, en medio de los cuadernos, entre los frascos de conservas y las cucharas antiguas. Poner la luz dentro de las botellas, las teteras y los saleros. Que habite con la pimienta, el comino y el orégano. Jugar con sus matices en la comisura de los muebles.
Que sepa que la amamos y nos hace falta. Que distienda el paño amarillo de su esencia y nos anote; nos anote a todos por nuestro nombre.