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1792: se inicia el camino para la repoblación de Osorno

El 22 de noviembre se cumplirán 230 años de la toma de posesión de las ruinas de la ciudad, ocultas celosamente por los indígenas y tragadas por el bosque durante 190 años tras su destrucción y abandono. La ceremonia, llena de boato, estuvo encabezada por el capitán español Tomás de Figueroa y los caciques Catiguala, Iñil y Caniu.
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El 22 de noviembre se cumplirán nada menos que 230 años de la toma de posesión de las ruinas de Osorno, efectuada en 1792. Se trata de un hecho de suma relevancia en la historia de la ciudad, tanto así que posibilitó su desarrollo en el futuro y la existencia actual. Significó el fin de casi dos siglos de letargo, donde la urbe colonial fue devorada por el bosque nativo tras ser abandonada por los españoles y destruida por los indígenas en 1604. Con el tiempo, su recuerdo se transformó en mito y dio paso a las más fantásticas leyendas.

El hallazgo, o más bien entrega de las ruinas, se originó tras el alzamiento de los indígenas de Río Bueno, liderados por el cacique Juan Queipul. El 20 de septiembre de 1792, los huilliches atacaron la misión San Pablo de Río Bueno, donde mataron a cinco españoles, capturaron a dos mujeres con sus hijos y masacraron al fraile Antonio Cuzcoo (de origen catalán). Y no conformes con eso, los aborígenes prosiguieron con sus correrías bélicas por las haciendas cercanas a Río Bueno.

El gobernador interino de Valdivia, Lucas de Molina, furioso por los hechos acaecidos en Río Bueno, dispuso que el capitán de infantería, el español Tomás de Figueroa, "saliera a castigar y someter a los indios". Para cumplir la tarea encomendada, Figueroa instaló su cuartel militar en la misión de Dagllipuli, en el actual poblado de Rapaco (La Unión). Trajo consigo un importante contingente de soldados desde Valdivia y concentró su campaña punitiva en la ribera norte del río Bueno.

Luego, el 14 de noviembre, cruzó a la ribera sur del gran cauce, donde entró en contacto por primera vez con los caciques de Rahue, los afamados Catiguala, Iñil y Caniu, quienes le manifestaron que ellos no tuvieron nada que ver con el alzamiento de Queipul. Es más, según las crónicas, "se mostraron horrorizados con la muerte de los españoles y el fraile Cuzcoo". Y como muestra de su amistad, el 21 de noviembre de 1792 le prometieron a Figueroa entregarle nada menos que las ruinas de la ciudad de Osorno, con todos sus territorios, llamados en aquel entonces "los llanos de Osorno".

Así, en la mañana del día 22 se cumplió lo que la administración colonial no logró en casi dos siglos. Tomás de Figueroa, acompañado de Iñil y Catiguala, se dirigió a tomar posesión de las ruinas.

"Luego que los caciques me dieron a entender que ya estaba en la ciudad, mandé formar mi campo en batalla, haciendo formar a toda la compañía de soldados, oficiales, caciques e indígenas amigos que ayudaron en la campaña", se describe en el texto "Diario Puntual y Manifiesto", escrito por Tomás de Figueroa.

Ceremonia llena de boato

La descripción de Figueroa sobre aquel histórico momento detalla que en un terreno llano (aproximadamente desde la actual calle Martínez de Rosas hacia la confluencia de los ríos Rahue y De Las Damas, donde más tarde se construyó el fuerte Reina Luisa) se formaron haciendo un cuadrado. En el centro se instaló la bandera de España (con la cruz de Borgoña) y a ese lugar concurrieron los misioneros Manuel Ortiz, Francisco Hernández y el entonces capitán de amigos Francisco Aburto.

Figueroa pidió que se acercaran Catiguala e Iñil junto a sus acompañantes y mandó que Francisco Aburto les preguntara el motivo para entregar la ciudad de Osorno. "Los indígenas respondieron que no les obligaba otra causa ni motivo que querer cederla voluntariamente al rey. Y que a su nombre, tomara posesión de ella".

Y luego que los caciques manifestaron su voluntad ante testigos, Figueroa mandó a los sacerdotes a formar un altar y colocar encima la esfinge de la Virgen del Pilar. Ordenó, también, que un grupo de 10 soldados se formaran en el centro donde estaba la bandera y que el sargento Teodoro Negrón saliera con su división y la bandera, y la formase en columna.

Dispuso que el teniente Pablo de Asenjo desplegara al resto de los soldados en una fila, completando el cuadrado. Y en los ángulos del principal frente, mandó a colocar dos pedreros (cañones pequeños usados en la colonia) con la orden al condestable (hombre que hace las veces de sargento en las brigadas de artillería) Félix Flores de abrir fuego en el instante que se le ordenase.

"Acompañado de mi ayudante, el cadete Lucas de Molina, pasé al sitio donde estaba la bandera y tomándola de la mano del cadete Remigio de Molina, dispuse la marcha de los batidores (soldados), luego los cadetes, espada en mano, teniendo a mí en el medio, seguido por la división que mandaba Teodoro Negrón. Mandé al tambor a romper marcha y al teniente Pablo de Asenjo presentar las armas. Pasé frente del altar y, mandando a todos la voz de atención, repetí por tres veces: 'silencio, silencio, silencio'; después 'atención, atención, atención'; 'Castilla, Castilla, Castilla'; y 'Osorno, Osorno, Osorno', por el rey nuestro señor don Carlos IV. A viva voz repetían los presentes !Viva!. Y el condestable Félix Flores abrió fuego con uno de los pedreros", precisó Tomás de Figueroa en su relato.

Esta ceremonia o desfile se repitió en todos los lados del cuadrado formado por la tropa. Concluido el acto, pusieron la bandera de España en la espalda del altar y el teniente Pablo de Asenjo, más los soldados que comandaba, se ubicaron al frente y los sacerdotes cantaron el Te Deum Laudamus.

"En acción de gracias por habernos concedido Dios la posesión de una ciudad que tanto habían resistido los indios, en manifestarla y cederla".

La descripción indica que a los indios presentes les causó la mayor novedad y admiración la ceremonia. A continuación, Figueroa le entregó obsequios a los caciques e indígenas presentes. El glorioso día terminó con carreras a caballo en la misma explanada, promovida por los indígenas, además de otros juegos.

Esa misma tarde, los caciques y otros huilliches les fueron a enseñar las ruinas de la ciudad, "donde gastamos una hora y media de tiempo, por estar la mayor parte de ella montuosa (cubierta por bosque)".

Al día siguiente, el domingo 23 de noviembre de 1792, se ofreció una solemne misa y se hicieron los preparativos para poner en la plaza de Armas una gran cruz de Caravaca, de 6 varas de alto, con la inscripción: "viva Carlos IV, por don Tomás de Figueroa, año de 1792". Ese día continuó con el reconocimiento de las ruinas de la ciudad. Con ello quedó consumada la toma de posesión de Osorno.

Recién en agosto de 1793 fue enviado desde Valdivia un destacamento a cargo del subteniente Julián Pinuer, más presidiarios, a fin de construir un fuerte de empalizados (troncos) a orillas del río Las Canoas (actual Rahue) para albergar al contingente. Más tarde se inició la edificación definitiva del fuerte, a cargo del ingeniero Manuel Olaguer Feliu de Olorra. Una vez concretado aquello, se efectuó un primer parlamento con los caciques indígenas en Quilacahuín y la Junta General el 8 de septiembre de 1793 a orillas del río Rahue, donde se firmó el Tratado de Las Canoas.

Una ciudad grandiosa…

Figueroa entrega una valiosa descripción de cómo estaban los restos de la ciudad del siglo XVI: "encontré muchos vestigios por su grandeza, por lo hermoso y ancho de sus calles, tiradas a cordel, y edificios que aunque arruinados, indicaban haber sido población populosa y rica, con muchos pozos hechos con el mejor arte. En uno de ellos encontré una escalera y, presumiendo que en el interior pudiese haber alguna cosa de importancia, dispuse que los soldados tirasen a agotarle el agua, lo que no pude conseguir por la falta de instrumentos".

El soldado José Torres, destinado desde Chiloé para el reconocimiento del Camino Real, también aporta algunos datos sobre las ruinas en 1794. Menciona que "la iglesia, por su orientación, parece haber sido convento, cuenta con paredes de adobe que alcanzan hasta siete varas de alto, el suelo cubierto de ladrillos y el techo de tejas. Otros edificios principales tienen de frente 170 a 200 varas, son de piedra cancagua y sus interiores de adobe". Las calles tiradas a cordel alcanzaban las 12 varas de ancho, con un empedrado que subsistía en 1794 y algunos pozos de agua abiertos en los solares de las casas.

Tomás O'Higgins, sobrino de Ambrosio O'Higgins, consignó en diciembre de 1796 que las ruinas permiten observar su extensión y trama: "se conocen las plazas, las calles, las iglesias y todas las casas con sus divisiones; siete cuadras de largo y cinco de ancho tenía esta ciudad". Y agrega que existen varias calles flanqueadas por muros de piedra cancagua de más de 3 varas de altura. La iglesia principal situada en la plaza permite reconocer el crucero y en su interior una lápida con su inscripción en que se ve fue dedicada al apóstol San Mateo; también se halló la pila bautismal de piedra (ambas extraviadas actualmente), las bases de las columnas del templo, además de numerosos cuerpos que en ella fueron sepultados. En la cuadra al norte de la iglesia describe, para los cuatro frentes, fosos que configuran la fortificación "donde se refugiaron los antiguos españoles cuando fueron invadidos por los indios". Menciona que por todo el radio de la ciudad encontró pedazos de ladrillo y teja en abundancia, fabricados con tierra colorada y otros de color amarillo de buena calidad.