Los niños no son paltas
Es fundamental dejar de esperar o ansiar que nuestros niños y niñas "maduren", sino que darles oportunidades para que desarrollen habilidades personales y sociales que les permitan aprender lo que a nosotros tanto nos ha costado.
En más de una ocasión, hemos expresado o escuchado que los niños y adolescentes "maduran". Es más, la psicología ha acuñado el término, construyendo procesos y descripciones que explican cierto momento en su desarrollo, cuando al parecer logran superar una etapa en que la que no estaban "aptos".
No se trata de discutir los aportes que el estudio de la conducta humana ha desarrollado alrededor de la madurez, llevando a un sentido humano su original significado; sin embargo, no deja de ser curioso que, al trabajar cotidianamente con niños y adolescentes, aún no se considere que se trata de un término muy poco afortunado.
Los grandes problemas y tragedias de la humanidad -como las guerras, contaminación, desigualdad y violaciones a los derechos humanos, entre otras- no han sido provocadas por los "inmaduros"; sino por quienes aseguran que sí han superado esa "infantil etapa". Por otra parte, podríamos suponer que esta condición -y otras propias de la adolescencia- son la base de muchos conflictos con los adultos porque "los niños que están en proceso de madurar" perciben grandes contradicciones en el discurso de los mayores.
Esto es tan intenso que los mismos niños suelen preguntarse cuándo superarán esa etapa y pasado los 12 o 13 años, se califican entre ellos como "maduros" o "inmaduros" considerando por ejemplo la persistencia de conductas infantiles o si tienen o no comportamientos que transgreden las exigencias y normas: "no le haga caso profe -dicen- lo que pasa es que no ha madurado".
Así podemos darnos cuenta que hemos relegado el aprendizaje sólo a lo conceptual y procedimental y que lo valórico, lo relacionado con el ser, lo hemos dejado en manos del sol y del tiempo, tal como ocurre con las paltas.
Enseñar a "aprender a ser" es una tarea que nos obliga a mirarnos críticamente, revisando el sentido de nuestras acciones. No podemos enseñar sólo con discursos y sin ejemplos. A simple vista, como dice El Principito, pareciera que lo esencial realmente se ha hecho invisible y que hemos instalado una cultura obsesionada con el dinero y tal como dice Felipe Lecaliener en su libro "Volver a Mirar", quizás ése sea el motivo por el que es tan difícil propiciar cambios estructurales profundos en la educación.
En el curriculum y la cultura pedagógica en la que hemos crecido, la formación del ser tiene con suerte un espacio marginal pues persiste la idea de que el aprendizaje de conceptos es lo más importante para cumplir con las pruebas estandarizadas y lograr el primer lugar. Para los adultos es un desafío asumir esta tarea pues requiere anular contradicciones habituales como cuando hablamos de solidaridad y damos lo que nos sobra; o promovemos la diversidad, pero nos burlamos o negamos a los que son diferentes; o cuando destacamos el tiempo para nuestros seres queridos, mientras nos llenamos de obligaciones laborales. En fin, cuando declaramos cosas que no hacemos y elegimos exactamente lo contrario.
Me parece entonces que es fundamental dejar de esperar o ansiar que nuestros niños y niñas "maduren", sino que darles oportunidades para que desarrollen habilidades personales y sociales que les permitan aprender lo que a nosotros tanto nos ha costado. Y es que el ser humano, por sobre todo, es una especie experta en aprender y ahí podemos reconocer que seguimos siendo niños.
Ellos tienen la capacidad de incorporar cambios en sus vidas, en la medida que reciban experiencias positivas, constructivas y consecuentes en su hogar y también en sus escuelas o colegios. Como educadores, entonces, estamos obligados a incorporar nuevas prácticas facilitadoras para que más que frutos o seres maduros, propiciemos que nuestros estudiantes se conviertan en mejores personas y ejemplares ciudadanos.