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La odisea de aventureros que viajaron desde Osorno al mar por huellas en el monte

Cinco avezados exploradores osorninos se internaron a inicios de 1930 por la espesa montaña para llegar a la playa de Pucatrihue, en La Costa. Era una época donde no existía el camino y alcanzar el océano desde nuestra ciudad era una quimera, un sueño casi imposible. El médico veterinario Alfredo Neumann, uno de los intrépidos, recordó el viaje en una entrevista que concedió al diario El Austral de Osorno en 1998. En ella describe la esforzada, pero bella travesía.
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Antes de que existiera el camino desde Osorno a La Costa, abierto en la década de 1950, llegar al mar era una quimera, un sueño que generaciones de osorninos, desde su repoblación en 1796, jamás logró. Sólo unos pocos valientes se aventuraron por las huellas en medio de las montañas de la cordillera costera, tapadas de espeso bosque nativo. "Yo me largué a reír cuando escuché eso por primera vez (llegar al mar). Miraba un monte tan cerrado, que pensé que hasta el león tendría miedo de meterse por ahí", apuntó Guillermo Tuchie en 2001 sobre lo complejo que era siquiera imaginar una vía al Océano Pacífico. Hoy es al revés: cuesta pensar en un viaje tortuoso, de días y por la selva, para alcanzar las blancas y suaves arenas de las playas de Pucatrihue o Maicolpué.

Hacia lo desconocido

Un grupo de aquellos exploradores montó sus cabalgaduras a inicios de 1930 y enfiló hacia lo desconocido.

El equipo de intrépidos estaba conformado por el agricultor Arnoldo Keim (que fue intendente de Osorno); Alfredo Gómez, gerente en aquel entonces de la Cooperativa Agrícola Lechera; y el médico veterinario Alfredo Neumann (ex rector del Instituto Matthei), quien entregó su relato de aquella gesta en una entrevista a El Austral de Osorno, en septiembre de 1998.

Neumann recordó que el grupo llegó a las cinco de la mañana hasta el fundo "Trosquilmo".

"Con víveres y recursos para 30 días iniciamos la aventura junto al mayordomo del fundo de Arnoldo Keim, Amador Barrientos, hombre de 70 años, de gran experiencia en estas lides. Era el encargado de la caballada y cocinero", describió.

Agregó que el quinto hombre del grupo era "Coche" Reuque, un trabajador del fundo "Oromo". Seis caballos montureros, tres de reserva y uno para llevar la carga iniciaron el recorrido.

Alfredo Neumann evocó que en aquel entonces una simple huella, que muchas veces desaparecía, era toda la indicación para seguir. "Eran sendas llenas de accidentes, muchas raíces, matorrales y árboles caídos. Para avanzar había que usar el machete", dijo en aquella entrevista.

De acuerdo con su relato, pocas horas de viaje pasaron hasta que la caravana llegó a Purrehuín, "lugar solitario, sin señales de población, donde se veía de vez en cuando algún vacuno bastante alzado".

Un pequeño descanso sirvió al grupo para apretar las cinchas. Ya empezaba a aparecer la montaña tupida con su multiplicidad de árboles y plantas, muchas de ellas desconocidas y de inmediato catalogadas por los viajeros, "pues nuestro viaje también tenía como objetivo ser una expedición botánica y confeccionar una lista de plantas, animales y aves silvestres", puntualizó el veterinario.

En medio de un entorno deslumbrante, inundado de árboles, enredaderas y helechos, Neumann afirmó que el paisaje de la selva virgen era silencioso y acogedor. Ese estado era sólo interrumpido por el canto de extraños pájaros y el ulular del viento en las ramas.

Un agradable cansancio abrazó a la expedición que llegó a una zona de pequeñas pampas limpias que los baqueanos llamaban "Carrico". Neumann recordó con este medio que un kilómetro después avistaron el famoso árbol llamado "prensa de luma", una especie notable, de un metro de diámetro y con estrías transversales.

La noche cayó como un manto negro sobre la montaña y el grupo de aventureros encontró resguardo en la casa de la familia Llefe. Fue un sueño reparador. Un zorro curioso y un tímido pudo fue lo último que vieron ese día.

"El despertar fue más sobresaltado, porque todo el campamento estaba blanco, como si hubiese nevado. Con sorpresa vimos que los perros habían roto un saco de harina. Seguimos el viaje no sin antes encargar la compra de más harina, indispensable para las tortillas rescoldo que don Amador preparaba con gran maestría, usando un pellejo amasado para sobar, porque, según decía, este cuero usado como debajero de la montura le da un gusto especial a las tortillas… dimos fe que era así", relató el profesional.

Directo al mar

Desde Carrico continuaron a Rodeo Bonito y de ahí en ascenso hasta Casa de Lata. "El paisaje -según contó Neumann en la entrevista- a esa altura era sencillamente majestuoso, pues se domina el valle del río que ahora se ha dado en llamar Choroy Traiguén, cuando su verdadero nombre es Llesquehue. Choroy es un error, porque en ese lugar no hay choroyes, pero sí choros", afirmó el intrépido profesional.

Sólo la sabiduría de los caballos baqueanos, que bajan resbalones las pronunciadas pendientes, hizo posible el avance del grupo.

"Así llegamos al reino de Valentín Acum, familia que hace muchos años habita en la desembocadura del río Llesquehue o Choroy Traiguén. Como era tarde y estábamos cansados, aceptamos con agrado una rancha que nos ofreció el patriarca. Claro que el agrado no duró mucho, porque el sitio era también el alojamiento preferido de las pulgas y los cerdos. Por ello terminamos alojando en unas cuevas del sector", recordó Alfredo Neumann.

Describió que el exuberante bosque llegaba hasta el mar y las hermosas playas en las desembocaduras del Contaco y del Llesquehue estaban cubiertas de arrayanes, nalcas y otras plantas, todo lo cual desapareció con el terremoto de 1960 y la construcción de viviendas de veraneo que comenzó desde la apertura del camino, fenómeno que hoy se observa en alza y de forma desordenada en cerros aledaños al río Llesquehue o Choroy Traiguén.

"Eran sendas llenas de accidentes, muchas raíces, matorrales y árboles caídos. Para avanzar había que usar el machete".