Si hay un tema que ha sido motivo de especial atención y debate durante la crisis derivada de la pandemia causada por el coronavirus covid-19, este es la relevancia de las responsabilidades individuales en una tarea que, a la vez, posee un fuerte carácter colectivo y alcances globales: mantener a raya las tasas de contagio para evitar el colapso de los servicios de urgencia y reducir así las tasas de mortalidad de la enfermedad.
Son varios los niveles donde se expresan las responsabilidades individuales.
El primero, naturalmente, tiene que ver con aquellos que hoy en día ostentan un mayor poder de decisión, especialmente porque las determinaciones que están tomando -por ejemplo, en el ámbito sanitario- impactan directamente en el bienestar de toda la comunidad. Por consiguiente, es importante recalcar la obligación que tienen las autoridades de actuar de forma responsable, templada y oportuna, para implementar las mejores medidas desde una perspectiva racional, con las evidencias por delante, y no dejándose llevar por las emociones.
Pero junto con la responsabilidad de quienes cumplen labores públicas, hay también una muy relevante dimensión que ha mostrado por estos días su peor cara. Se trata de la conducta individual, expresada en los actos que cada persona realiza, tanto en el respeto de las directrices establecidas, como en el hecho de realizar aportes voluntarios para ayudar a superar este complejo momento.
Actitudes como el desplazamiento masivo a las segundas viviendas o el no respetar la cuarentena obligatoria y toque de queda, son ejemplos de que hay personas que, sencillamente, no están entendiendo nada.
El objetivo de mantener controladas las tasas de contagio requiere, necesariamente, de la colaboración de todos y cada uno de los individuos. Y lo decimos no como un cliché, sino como una expresión absolutamente concreta de la forma en que podemos evitar la propagación masiva del coronavirus.