Hay patrimonios que se abren una vez al año. Casonas frías, vitrales altos, muebles encerados. Gente que entra con los ojos bien abiertos y la voz bajita. Iglesias de madera, casas alemanas, estaciones restauradas, todo dispuesto para la admiración. Y está bien, pero no basta. Porque hay otros patrimonios, y algunos se van apagando. Bodegas industriales donde ya no suena el eco de los motores. Galpones rurales aguantando la lluvia mientras son desarmados para levantar casas nuevas en parcelas. Silos vacíos frente al mar. La planta lechera de Nueva Braunau, cayendo a espaldas de su gente. Las ruinas que no sabíamos que eran ruinas.
Igualmente el patrimonio natural, vulnerable, se encuentra en crisis. No es nuestro, pero su pérdida nos compromete. El huillín, la güiña, el zorro chilote. El cuervo de pantano, el zarapito. Los peces que nadie nombra, los cangrejos de río que ya no se ven. El ruil, el alerce, la araucaria. El río Maullín, las turberas de Chiloé. Especies y ecosistemas que debemos cuidar no sólo porque sea un deber ecológico, sino porque es una forma de permanecer, de compartir.
Hay también otros patrimonios que, sin aparecer en folletos, resisten. Los bolsillos de la muchacha huilliche que guarda semillas porque su abuela también lo hacía. Las recolectoras de luga en Estaquilla, de pelillo en Chamiza, con sus pies sumergidos en el mar. El calendario marcado por el reitimiento del chancho, el olor del merkén ahumado, el saber cuándo arar y cuándo esperar. Clubes deportivos sostenidos con rifas mientras alrededor todo se convierte en loteo. Bandas de cumbia que ensayan afinando lo que heredaron. Tejedoras con dedos que ya son mapa. Todo eso sobrevive desde el amor, pero también desde el cansancio. Porque los jóvenes se van. Porque cercaron los pasos. Porque ya nadie compra al pequeño. Porque no se puede competir con el grande. Ursula K. Le Guin escribió que el amor no es como una piedra que se queda allí; el amor es como el pan, dijo, hay que hacerlo y rehacerlo cada día. El patrimonio tampoco es algo que visitamos una vez al año. Es aquello con lo que convivimos y que cuidamos con las manos.
Entre los objetos que brillan y los que empiezan a descomponerse, entre las historias celebradas y las que apenas se murmuran, se juega una política del olvido. No todo será salvado ni tiene que serlo. Cuidar los patrimonios tampoco puede convertirse en una fórmula nostálgica.
No debemos vestir lo nuevo con ropajes antiguos, sino mirar con honestidad qué es lo que nos sostiene hoy y qué preferimos dejar atrás. Para eso necesitamos una noción de patrimonios que no se limite a preservar el pasado, sino que sea capaz de mirarlo de frente en su totalidad, aprender de él, y apostar -sin disfraces- por el futuro.