El lunes y el martes pasado me tocó participar en las actividades que organizó el Ejército con motivo del juramento a la bandera. En las vísperas del Día de la Bandera, celebramos una liturgia ecuménica en la catedral San Mateo de Osorno donde participaron todos los que al día siguiente jurarían ante el emblema patrio. Se trató de una conmovedora liturgia, donde los oficiales, suboficiales y soldados pusieron su juramento en las manos de Dios, colocándolo de testigo. Este acto me hizo pensar en lo significativo que es para el Ejército conservar una tradición que viene desde los albores de la independencia y donde Dios tiene un lugar fundamental.
Asimismo, no pude dejar de pensar en las semillas religiosas que siguen germinando en la sociedad, a pesar del avanzado secularismo que se impone a pasos agigantados. Naturalmente, en una sociedad plural, donde la visión cristiana es una más entre muchas, el cristianismo debiese respetar la justa autonomía del orden secular. Con todo, ello requiere de una adecuada comprensión. La autonomía de la que goza el Estado, por ejemplo, no puede desvincularse totalmente del Dios creador y su plan de salvación (Cf. Gaudium et spes, 36). En efecto, los responsables de gobernar o legislar nunca debiesen dejar de actuar según sus convicciones religiosas y morales. Lamentablemente, hoy vemos cómo la fe se va reduciendo al ámbito de lo privado sin una mayor relevancia social. Entonces, muy a menudo nos encontramos con personas que se dicen cristianas, pero que al momento de participar en la vida pública no actúan según sus convicciones, sino más bien movidos por otras razones. Por ejemplo, uno de los argumentos que más se escucha en algunos legisladores cristianos para justificar su apoyo a leyes moralmente inaceptables es que "debo legislar para todos". Esto me recuerda aquello que leí alguna vez en un artículo que comentaba algunos discursos de Benedicto XVI, de que el político católico debiese tener como modelo a Salomón, quien pidió sabiduría para gobernar, consciente de que el pueblo es de Dios y que él es tan solo un servidor de su pueblo.
Por lo tanto, no se trata que las convicciones más profundas que mueven la vida de un político cristiano vayan a representar la imposición de una verdad valórica determinada, sino la seguridad de que por medio del ejercicio de la política se está contribuyendo al bien común en conformidad a la verdad que ha encontrado o, mejor dicho, que lo ha encontrado. El político cristiano es un servidor de todos, pero lo es desde su posición de criatura e hijo de Dios. Y lo más bello de todo esto es que puede ejercer su función convencido de que favorece el bien de los demás haciendo la voluntad de Dios.