A raíz del desbordado aumento del nivel de criminalidad, cada cierto tiempo aparece en la discusión política la necesidad de reinstaurar la pena de muerte como la única respuesta posible de la sociedad en contra de quienes transgreden de forma grave las leyes que rigen a un país: asesinato de niños, violaciones con consecuencia de muerte, actos terroristas, secuestro, tortura y muerte de las víctimas, etcétera.
Últimamente, nuestro país se ha visto enfrentado a diversos actos criminales atroces y nunca antes vistos: personas torturadas y descuartizadas, policías asesinados a mansalva, contratación de sicarios, personas quemadas vivas, entre otros.
A juzgar por las discusiones y debates a favor y en contra, se podría decir que los partidarios de la pena de muerte siguen un concepto ético de la justicia, en tanto que los contrarios a la pena de muerte son partidarios de una postura de carácter utilitarista.
Si reducimos estos dos razonamientos contrapuestos a su mínima expresión, se podrían establecer dos afirmaciones: para unos "la pena de muerte es hacer justicia", para otros "la pena de muerte no es útil".
Los filósofos Immanuel Kant y Friedrich Hegel sostienen en sus escritos una rigurosa teoría retributiva de la pena de muerte y llegan a la conclusión de que ésta es, incluso, un deber de la sociedad. Para Kant la función de la pena de muerte no es prevenir los delitos, sino que, simplemente, hacer justicia y que haya perfecta equivalencia entre el delito cometido y el castigo. Sostiene que el deber de la pena de muerte le corresponde al Estado y sería un "imperativo categórico" y no un imperativo hipotético.
Hegel va más allá y plantea que el delincuente no sólo debe ser castigado con una pena equivalente al delito cometido, sino que tiene que ser castigado con la muerte, porque sólo el castigo lo rescata y lo reconoce como un ser que, alguna vez, fue racional.
Por su parte, los contrarios a la pena de muerte se basan en un principio que se deduce del imperativo moral "No matarás", principio que, en rigor, corresponde al quinto mandamiento del cristianismo. Este principio deja en las víctimas, eso sí, un claro sentimiento de injusticia y no equivalencia entre la atrocidad cometida y la pena impuesta.