De nuestra infancia todos recordamos el periodo de vacaciones como un espacio en el que la familia tenía más tiempo, donde podíamos viajar y jugar más con nuestros amigos. Era otra época, en la que no existían los centros comerciales, los automóviles permitían que los niños jugaran en la calle y aún no había germinado la tecnología que hoy inunda todo.
Siempre recuerdo con cariño mi natal Punta Arenas, en la que "el norte" se veía tan lejos y el verano era la oportunidad de recibir visitas y salir de forma habitual, por tierra, en viajes que podían durar fácilmente 4 ó 5 días, por caminos que ponían a prueba la pericia de los conductores que se aventuraban a salir del territorio austral.
Hoy todo parece más fácil, hay mejor conectividad, aplicaciones que sirven para todo, desde ver las mejores rutas, hospedajes, sugerencias de lugares para visitar y pago de servicios, entre un sinnúmero más. Todo hace ver que el ingenio del ser humano ha ido superando cada vez su propia imaginación.
Para quienes hemos vivido esta transición, el recuerdo de la ausencia de todas estas bondades es casi lo mismo que sucedía cuando nuestros abuelitos nos contaban que viajaban en tren o a caballo desde tal a cual lugar; cuando recordaban el radioteatro o su gran impresión cuando iban al cine a ver películas en blanco y negro.
Pero eso ha cambiado. Hoy, con la intensidad del año laboral, las vacaciones se perciben también como un tiempo intenso en el que debemos hacer el máximo de cosas, entre las que está descansar. Parece curioso que, en algunas oportunidades, las vacaciones se convierten también en un periodo de estrés.
Y es que, al estar la familia sola, sin intermediarios como la escuela, quedan al descubierto espacios algo extraños como para qué levantarnos temprano si no hay que ir a trabajar, ni a estudiar, como si eso fuera la única motivación de cada jornada. Uno podría levantarse temprano simplemente para disfrutar el día juntos y sacar el máximo provecho: leer, hacer deporte, pasear mascotas, andar en bicicleta, ver una película, salir a caminar, cosechar ciruelas, preparar mermeladas o nadar, dependiendo del entorno y las oportunidades.
Son justamente esas actividades, compartidas con quienes más queremos, las que hacen que las vacaciones sean magníficas e inolvidables, especialmente para los niños y adolescentes. No se trata de tener más recursos, endeudarse o estresarse planeando vacaciones lejos de casa, sino de realmente valorar el tiempo juntos, hacer el esfuerzo de levantarse relativamente temprano, motivar a los chicos a olvidar los teléfonos, planificar juntos cada jornada y aprovechar cada minuto como si fuera el último día de vacaciones.
Muchas veces nos quejamos de los niños y adolescentes por su alta dependencia a lo tecnológico como si ellos se las adquirieran o como si, por arte de magia, llegaron a su poder. Ojalá que la costumbre de su uso no se convierta en una práctica nociva que nos quite la oportunidad de compartir, especialmente en estas vacaciones escolares, y construir recuerdos que se anclen en su memoria como tesoros a los que recurrir cuando la vida se ponga difícil y ya no estemos aquí para acompañarles.
Y es que, al estar la familia sola, sin intermediarios como la escuela, quedan al descubierto espacios algo extraños como para qué levantarnos temprano si no hay que ir a trabajar, ni a estudiar, como si eso fuera la única motivación de cada jornada. Uno podría levantarse temprano simplemente para disfrutar el día juntos y sacar el máximo provecho.