A pocas semanas del inicio del año escolar, hemos presenciado a través de los medios un preocupante nivel de violencia en diversos establecimientos educacionales a lo largo de nuestro país, situación que no es más que el reflejo de una sociedad enferma que ha perdido hace mucho tiempo el verdadero sentido de su existencia.
La intolerancia, la incapacidad de escuchar, ni menos de comprender posturas diferentes o el extremo de la agresión al otro, no son conductas exclusivas de las generaciones más jóvenes o dicho de otro modo, no ocurren por sí solas en un contexto escolar o familiar.
Una maestra comentaba, en una reunión, que la generación actual de padres temió a sus padres y ahora teme a sus propios hijos. La mal entendida amistad parental encubre una permisividad nociva, al borde de lo irracional, en la que la negación a un capricho o deseo es incluso comprendida como una vulneración. ¡Ni hablar de las ideas de esfuerzo, responsabilidad o trabajo! Con sólo mencionarlas, parece que estamos hablando de un pasado muy lejano, casi medieval.
Todo lo anterior ha traído una reconceptualización de la tarea educativa para las instituciones que se dedican a tan noble labor: no sólo se educa a los estudiantes, sino que también a las familias. De alguna manera, su conducta explicaría la extrañeza de algunos niños y adolescentes cuando el profesor o la maestra los corrige o los reprende. Y sin duda no es su culpa, sino de la incapacidad de sus entornos cercanos de buscar ayuda apropiada o de darse cuenta de que los que requieren el primer apoyo son ellos, los adultos.
El anhelo de que la sociedad cambie y corrija el rumbo de la sobrevaloración de lo material por sobre las personas requiere necesariamente que sea primero cada individuo el que tome conciencia de sí mismo y permita reconstruir sus conductas desde lo más doméstico y trivial -como cocinar, reparar algo, decir permiso o gracias, tener una conducta vial respetuosa- hasta la valoración del otro por su dignidad como ser humano, trascender en nuestra vocación por sobre el recurso humano: las personas no son cosas.
Más allá de las asignaturas, la didáctica y las evaluaciones, educarse o estudiar es la posibilidad de crecer en la convivencia con otros y el rol del profesor es fundamental en su afán de mediador y facilitador, no sólo de aprendizajes, sino que también del desarrollo integral del ser humano que forma.
No podemos, como adultos, seguir desentendiéndonos frente a conductas cada vez más frecuentes, que pueden ser la antesala de situaciones realmente graves. No podemos normalizar la sexualización de las bromas, ni hacer vista gorda frente al preocupante consumo de alcohol de menores de edad. Tampoco podemos seguir siendo espectadores pasivos de la indolencia de algunos adolescentes frente al acoso que sufren sus pares, ni desconocer el pésimo uso que hacen de sus tiempos libres, absorbidos por redes sociales o video juegos que son un vicio en toda su dimensión.
No basta con preguntar "¿cómo te fue?" al terminar la jornada para sentirnos aliviados de nuestra preocupación y responsabilidad como padres y madres; no basta con facilitarles acceso a los medios tecnológicos para sentir que los niños y adolescentes tienen algo en que ocupar su tiempo; no basta con compartir el alimento si no somos capaces de conversar, mirar a los ojos, escuchar y guiar a nuestros propios hijos. La violencia es sólo uno de los efectos de acostumbrarnos a cosificar la vida cotidiana y en esto, los adultos, tenemos una responsabilidad que asumir ahora.
No podemos, como adultos, seguir desentendiéndonos frente a conductas cada vez más frecuentes, que pueden ser la antesala de situaciones realmente graves. No podemos normalizar la sexualización de las bromas, ni hacer vista gorda frente al preocupante consumo de alcohol de menores de edad.