El estuche rojo
La primera vez que escuché sobre educación, yo tenía apenas 5 años y me aprontaba a ingresar a primero básico. Ya había ido al jardín infantil, donde todo era juego, carreras y risas. Mi padre, con gran oratoria, me explicaba la importancia del cambio que se avecinaba, que todo sería más serio, que debía poner atención a la profesora, hacer las tareas y sobre todo, aprender todas las lecciones que encontraría en esta nueva etapa. En ese tiempo, mi atención se centraba sólo en un estuche de cuero rojo que atesoraba una hermosa colección de lápices y con el tiempo, mis intereses no cambiaron mucho.
Así fue hasta que llegó la adolescencia, con tantos ideales, sueños y deseos de comprender el mundo en su más amplio sentido. En medio de la confusión y de la multiplicidad de información que absorbía todos los días como una violenta ola de datos, lecturas, fórmulas y definiciones, sucedió que me fui encantando con la figura de mis profesores. Ellos encendieron el fuego por saber y descubrir lo más importante en la vida: quién soy y que es lo que realmente me hace feliz.
Cuando decidí estudiar pedagogía, muchos de mis compañeros de colegio pensaron que no era una buena decisión y en mi casa, la noticia tampoco causó mucha gracia. Pero como soy algo porfiado, a pesar de todos los discursos disuasivos, marqué mi preferencia y sentí que mi vida profesional se asemejaba más a una aventura que a una carrera. Y así fue.
Durante los años en que ejercí como profesor, no hice más que aventurarme en caminos y relatos de tantos alumnos que se convirtieron en los mejores maestros, porque el acto pedagógico más sublime es reconocer que es posible aprender de nuestros estudiantes, de sus dudas, sus dificultades y su oposición.
Siempre he sentido que soy un privilegiado, al que se le regala la posibilidad de aprender enseñando, porque el verdadero alumno es el profesor y ese secreto profundo de la pedagogía lo sabe quien alguna vez ha hecho clases. Cuando lo descubres, las 44 horas semanales se transforman en los kilómetros de un viaje iniciático, en el que vas enfrentando todas las pruebas interiores y exteriores de un heroísmo silencioso, cuyas grandes batallas se juegan entre las cuatro paredes de una sala de clases.
Es posible expresar que la pedagogía es parte de una vocación especial tal como lo encarnaron los personajes de Mister Keating, en "La sociedad de los poetas muertos"; Mark Thackeray, de "Al maestro con cariño"; o Erin Gruwell de "Escritores de la libertad". Todos ven más allá de la imagen que proyectan sus alumnos, todos buscan estrategias para remecerlos, para hacerlos salir de su zona de confort y para que se den cuenta de su gran potencial pues aprender es una condición humana que cualquiera puede conquistar; y que de ellos depende, en gran medida, la posibilidad de alcanzar lo que realmente les hace felices.
En los próximos días miles de jóvenes se enfrentarán a la decisión de su futuro en educación superior, donde obtendrán los conocimientos y desarrollarán las habilidades para alcanzar un oficio o profesión.
A ellos y muy especialmente a quienes sienten el llamado interior respecto al arte de enseñar, los invito a no desatender esa vocación pues la gran tarea de educar es la única esperanza que nos permite construir un mundo más justo, más solidario y más humano. No permitan que las miradas mezquinas o desalentadoras contaminen su decisión. Aléjense de los callejones del exitismo rápido que pone su fe sólo en lo financiero y no teman a ser los futuros maestros o maestras de las nuevas generaciones que deben cambiar este mundo.
Es posible expresar que la pedagogía es parte de una vocación especial tal como lo encarnaron los personajes de Mister Keating, en "La sociedad de los poetas muertos"; Mark Thackeray, de "Al maestro con cariño"; o Erin Gruwell de "Escritores de la libertad".