El sentido humano de educar
La emergencia sanitaria nos obligó a adecuar, aprender e instalar una serie de condiciones nuevas para ejercer la tarea de educar. La virtualidad de las clases y las herramientas tecnológicas, rápidamente, se convirtieron en material imprescindible para conducir la clase y lograr las interacciones necesarias que permitan a docentes y estudiantes construir las habilidades para alcanzar los objetivos de aprendizaje de cada nivel.
Al inicio, todo fue curiosidad, ansiedad, quizás un poco de temor y mucha incertidumbre; pero sobre todo, deseos de movilizar nuestro conocimiento docente a las plataformas y materiales tecnológicos que estaban ahí hace tiempo, pero que por una razón u otra teníamos en un espacio de marginalidad y de rezago entre nuestras opciones.
A pesar de las ventajas evidentes de los medios a los que se logró acceder, no deja de ser curioso que el retorno a clases presenciales, el reencuentro entre colegas, estudiantes, docentes y sus alumnas y alumnos, puso en evidencia lo trascendental del contacto directo, sin filtros, ni pantallas. Compartir el espacio no sólo en el ser, sino que en el estar reunidos en torno a un mismo propósito que es crecer, reflexionar, aprender y buscar lo mejor de nuestros estudiantes, entendiendo que en ello también buscamos lo mejor de nosotros mismos como maestros.
No se puede entregar aquello que no se tiene. La pedagogía requiere ir más allá de los límites del asignaturismo, instancia que no sería más que un medio para lograr desentrañar el sentido humano de la acción educativa. La formación de los futuros docentes enfrenta el gran desafío de entrenar verdaderos modelos de lo que queremos como humanidad: vestirnos de justicia, de honestidad, de esfuerzo y de esperanza. Creer en nuestros alumnos es fundamental: si entramos nuevamente a la sala de clases es porque estamos convencidos de que la educación hace mejor la vida de quienes la reciben.
Hoy se necesita revalorar el sentido humano de educar. No se puede continuar con esa suerte de pugna entre familia, escuela y sociedad, pues se ha ocupado mucho tiempo, asignando culpas o responsabilidades de quién debe y quién no, mientras se siguen cometiendo los mismos errores que frenan la creatividad, el pensamiento crítico, el aprender a aprender y el trabajo en equipo.
Es necesario redescubrir la esencia y el sentido de educar. Más que buenos contadores de historias o relatores de temas específicos, debemos propiciar que sean nuestros estudiantes quienes cuenten esas historias y se conecten no sólo racional, sino también desde la emocionalidad y lo cotidiano de sus vidas. Aprender no puede dejar de ser la apropiación, es el involucramiento con aquello que desea retener y convertir en suyo; algo que está muy lejos de la utilidad de lograr una nota o un puntaje determinado.
¿Qué factores deben prevalecer en la educación para que ésta dignifique la vida futura de los niños y adolescentes que están en nuestras escuelas? Seguramente la competencia no sería una prioridad y menos aún, cuando estamos saliendo de una situación que requirió de colaboración, empatía y respeto mutuo a fin de cuidarnos y superar la emergencia sanitaria. ¿Qué pasaría si las escuelas consideraran realmente los intereses de los estudiantes en su propuesta curricular?
Hoy, a pesar de tener márgenes de libre disponibilidad, muchos establecimientos siguen destinando tiempo a más de lo mismo, desaprovechando la gran oportunidad de responder a las inquietudes y necesidades del siglo 21. Después de esta experiencia en pandemia, podría ser que las instituciones educativas recuperen el sentido humano de la acción de educar, mucho más allá de la posibilidad de un fin utilitario y aportar de manera distintiva a los proyectos de vida de las futuras generaciones.
Compartir el espacio no sólo en el ser, sino que en el estar reunidos en torno a un mismo propósito que es crecer, reflexionar, aprender y buscar lo mejor de nuestros estudiantes, entendiendo que en ello también buscamos lo mejor de nosotros mismos como maestros.