Estafas y otros engaños
Uno de los pilares de la convivencia en sociedad es la buena fe o relaciones de confianza entre los individuos que forman parte de la comunidad, ya que esto permite y facilita, entre otras cosas, las transacciones patrimoniales necesarias para el desarrollo y crecimiento de la colectividad.
Es esta buena fe la que se ve vulnerada por ciertos individuos que tratan de obtener beneficios injustos mediante engaños: los estafadores.
En lenguaje cotidiano los conceptos de estafa, fraude y engaño se utilizan para referirse a una amplia gama de conductas en las que un individuo pretende de mala fe apropiarse del patrimonio ajeno. Sin embargo, en nuestra legislación el delito de estafa requiere que el estafador despliegue conductas destinadas a engañar a otro e inducirlo a cometer un error y disponer de su patrimonio. El estafador no es un sujeto pasivo sino que es un actor que pone en escena una falsa realidad frente a la víctima.
Siendo tradicionalmente la estafa un delito contra la propiedad, ha evolucionado a la par con las diversas formas de circulación de los bienes. En la antigua Roma los estafadores hacían presa fácil de sus víctimas directamente en los mercados locales, en el comercio marítimo y en la trata de esclavos.
Actualmente, dada la enorme cantidad de formas de realizar transacciones y transferencias patrimoniales, los timadores han modificado su puesta en escena y objetivos, logrando engañar a sus víctimas y haciéndolas entregar no sólo dinero, sino que información personal necesaria para manipular sus cuentas bancarias, correos electrónicos e incluso impenetrables WhatsApp.
El estado de pandemia ha obligado a gran parte de la población mundial a adaptarse rápidamente y realizar transacciones patrimoniales en un medio altamente digitalizado, en que los estafadores han encontrado un campo fecundo y poco regulado donde desplegar sus engaños. Nuevas formas de estafas y fraudes han surgido, obligando incluso a la propia Organización Mundial de la Salud advertir en 2020 que cibercriminales se hacían pasar por representantes del organismo para obtener donaciones falsas y robar datos de identidad, un ejemplo del llamado "Corona-Phishing".
Ya sea a través de medios digitales o de formas más "tradicionales", lo cierto es que los delitos de estafa y otros engaños no dan signos de disminuir. Sin ir más allá de nuestra región, comparando cifras con años anteriores a la pandemia, los ingresos de denuncias penales por estafas y otras defraudaciones en 2020 y lo que va de 2021 han ido en un claro y sostenido aumento.
Ante esta realidad la Fiscalía ha adoptado una multiplicidad de medidas tendientes a dar una eficaz y pronta respuesta a la víctima y a la sociedad, desbaratando redes delictuales y persiguiendo a los responsables.
La investigación es asumida por fiscales especialistas, quienes están previa y constantemente capacitados en nuevas formas de comisión de estos delitos. Existe una unidad especializada de la Fiscalía Nacional que apoya en forma coordinada en el conocimiento y estrategias utilizadas.
Aun así, la mejor defensa contra este flagelo es la denuncia oportuna y activa. En numerosas ocasiones la víctima, al verse compensada en su patrimonio a través de seguros bancarios, abandona la persecución penal, privando a la Fiscalía de importantes medios probatorios.
Sin un término condenatorio y definitivo, el estafador continuará presentando este tipo de conductas y será una nueva víctima la que sufrirá las consecuencias.
En nuestra legislación el delito de estafa requiere que el estafador despliegue conductas destinadas a engañar a otro e inducirlo a cometer un error y disponer de su patrimonio. El estafador no es un sujeto pasivo sino que es un actor que pone en escena una falsa realidad frente a la víctima.