Desde que nuestra población urbana se volcó a las calles para reclamar por su calidad de vida, la ciudad se modificó drásticamente. El mensaje quedó escrito en las paredes de los edificios con la fuerza de una revolución. Las demandas sociales exigieron su espacio en la ciudad y se instalaron a la fuerza imponiendo un nuevo paisaje, definiendo nuevas zonas de sacrificio.
A un año de la explosión, todos los centros urbanos de las principales ciudades chilenas exhiben una fachada tapiada con latas y maderas pintadas y repintadas, el comercio y los servicios de la calle se han escondido detrás de paneles y rejas para proteger los edificios y a las personas que trabajan en su interior. ¿Será esta una situación transitoria o es lo que se nos viene hacia el futuro?
El problema de fondo no solo radica en lo social y político, también es resultante del urbanismo vigente. Nuestras ciudades han sido planificadas para un horizonte de 15 años, pero debido a lo complejo que resulta cambiar los planes reguladores, la ciudad planificada soporta 30, 40, 50 años o más bajo la misma normativa.
Hemos alargado exageradamente la actualización de nuestro modelo urbano y a la vista de los eventos que se dan en la urbe, queda manifiesto que padecemos de muchas heridas urbanas que contaminan la calidad de los barrios. El urbanismo inflexible del pasado y sus normas quedan en ridículo frente a las evoluciones tecnológicas, a las nuevas costumbres urbanas, a las maneras de reunirse y comunicarse, de transportarse, y a los códigos ambientales de cada lugar.
Los escasos parques y espacios públicos sobrevivientes del desarrollo inmobiliario se han flexibilizado para dar cabida no solo a la contemplación y el relajamiento, sino a actos masivos, al comercio callejero, a las protestas, a la quema de edificios y barricadas, a la pelea callejera contra la policía, a los gases tóxicos y el agua tóxica de los guanacos, a los piedrazos y la rotura de pavimentos, vitrinas y mobiliario urbano. Se ha normalizado una nueva forma de vida urbana, violenta, insegura, pero real, que no parece ser posible de erradicar.
La ciudad y su planificación deben aprender a vivir con esta realidad y ambas deben ser capaces de resistir las nuevas exigencias, deben anticiparse a ellas y a los cambios sociales que se manifiestan en la ciudad.
La sociedad callejera actual no busca soluciones definitivas, es más, no parece gustarle lo que no se puede adaptar. No le gustan las estatuas, los héroes ni las obras de arte que permanecen en el mismo lugar por tiempo indefinido. Siempre están tratando de derrumbarlas o desvalorizarlas. Hay nuevos héroes que buscan un lugar en el espacio público y hay una búsqueda de un espacio más libre y cambiante, con mobiliarios urbanos agrupables, movibles.
Este nuevo urbanismo viene con espacios públicos abiertos y flexibles, sin mobiliario, sin postes, sin carteles, sin héroes ni monumentos, sin ventanas ni vitrinas, nada que sea combustible o que sirva de arma.
No se valora el pasto, los jardines ni las flores de colores, se agradecen los muros a diferentes alturas para rayar, para pintar, para escribir consignas sociales. La actividad a nivel peatonal queda erradicada, los edificios comienzan a usarse desde el 2do o 3er piso, en su base solo caben muros y rejas para contener a la población que se siente dueña de lo privado y lo público.
Anticipándonos a los cambios estamos obligados a planificar a la defensiva, con espacios libres y sin identidad, para recibir a una nueva sociedad urbana empoderada y ofensiva. Es el nuevo urbanismo dinámico que se va adaptando a las necesidades de los habitantes de una ciudad en evolución y que sea capaz de resistir sus frustraciones y sus alegrías.
Se ha normalizado una nueva forma de vida urbana, violenta, insegura, pero real, que no parece ser posible de erradicar.