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«La piel del mundo»

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cuando tiene uno que vivir una serie de escenas de esas que no salen en la película y el mito cede a la realidad. Es algo que me sucedió con París cuando niño y en Nueva York ya de adulto.

-Cuando hablas de los negros te refieres a ellos como la mancha original, la que confirma que el lugar en la escala social no es producto de la voluntad. ¿Dirías que el conflicto que se da entre blancos y negros en Estados Unidos es uno que no tiene visos de solucionarse en el corto plazo?, ¿qué tendría que ocurrir para que eso cambie?

-Yo creo que la esclavitud marca a las sociedades de un modo irreparable. El ser esclavo y el tener esclavo presupone una visión del mundo y de los hombres que es incompatible con la modernidad, la democracia y el mercado. Es creer que otro ser puede pertenecerte y tú pertenecer a otro hombre. En ese sentido lo que pasa en el sur de Estados Unidos y en Haití no es distinto. El pecado original de la esclavitud no permite a estas sociedades integrarse a la modernidad y salir de la miseria (los Estados del sur son más pobres que los del norte en Estados Unidos). Que la esclavitud esté asociada a una raza prolonga sus efectos porque lo hace visible y heredable. Esto puede curarse con un buen sicoanálisis, pero no veo a la sociedad norteamericana o la haitiana dispuesta a sentarse entera en el sillón de Freud.

-¿Cómo explicas que siendo Haití el primer país en abolir la esclavitud y el primer país latinoamericano en lograr la Independencia se haya convertido en un país donde la pobreza, la corrupción y la desigualdad campean por sus calles?

-Fue un país que se independizó sin organizaciones sociales, sin iglesias, sin una élite suficientemente educada, sin un plan concreto y que fue sistemáticamente expoliado, maltratado, invadido y robado por el resto de las naciones. La desmesura de su audacia la pagó con gobernantes que, tarde o temprano, tuvieron la idea de volverse reyes o emperadores vitalicio.

-En uno de los textos sobre Haití dices que es la quintaesencia de todas las otras repúblicas de América Latina. ¿Dónde ves esos puntos de encuentro con Chile, por ejemplo?

-La corrupción, la grandeza, la elegancia, la belleza del discurso, además de la miseria física y real es algo que Haití comparte con el resto de Latinoamérica. Aunque también hay que decir que en algunos aspectos Haití, a pesar de su lugar en el mapa, es parte del continente africano.

-Barcelona, en tu mirada, ofrece una contradicción: ninguna otra ciudad permite jugar a ser escritor con más libertad que ella, pero es el lugar donde menos escribiste. Más allá de esto pareciera ser la ciudad que más te cautivó de todas aquellas en las que viviste, ¿es así?

-Es que para escribir necesito aburrirme un poco y en Barcelona no me aburrí nunca. Ejercí en esa cuidad el milagro de tener amigos que no me conocían de niño ni de adolescente y con los que podía hablar de libros como de un milagro, pero también como un negocio o un trabajo. Disfruté intensamente de la vida editorial catalana donde los libros son normales, pero creo que eso mismo debió bloquearme de algún modo. Siempre he sido competitivo e inseguro y al lado mío había demasiada gente escribiendo en Barcelona su "gran" libro y estaba Bolaño cerca también. Pienso que eso me aproblemó, aunque de una manera suave y mediterránea, lo que se parece a cualquier cosa menos al dolor.

-En el libro detallas tu visita al "origen" al pueblo de Gumucio, en España. Por lo que cuentas, pareciera no haber tenido mayor relevancia. ¿Fue así?, ¿pasó sin pena ni gloria o te guardaste alguna revelación?

-No pasó nada más que lo que cuento en el libro. Esperaba quizás un caserío, un castillo. Pero creo que pensando en el artículo que escribí cuando emprendí el viaje, era mejor que no hubiera nada. Por lo que conozco a mi familia tampoco me sorprende ese vacío.

-¿Qué vería en Chile (o en Santiago) ese viajero que vivió en Nueva York, Haití y España?, ¿en qué ciudad se quedaría para echar raíces por largo tiempo?

-He vivido casi toda mi vida, salvo los muchos momentos en que he vivido en otra parte, en Santiago de Chile, ciudad que decidí encontrar bella cuando era todavía asustada y terrible. Ahí transcurren muchos de mis libros, ahí hice mis amigos y vive gran parte de mi familia. En mi caso, Chile ha sido una fatalidad elegida, aunque quizás el país del que hable ya no exista. Quizás los 50 sean una edad en la que uno empieza a vivir para siempre en lugares que ya no existen.

-Sobre el final del libro dices que tus dotes de adivino no son algo de lo que te enorgullezcas, pero, ¿crees que podrás volver a viajar como lo hacías hasta antes de la pandemia?

-No creo que vuelva a hacerlo con esa impunidad, con esa ansiedad, con esa confianza. No hay vacuna contra el miedo, una vez inoculado nada puede derrotarlo del todo. Es como la malaria, está en tu cuerpo, se manifieste o no.

Rafael Gumucio

Literatura Random House

224 páginas

$14 mil

viene de la página anterior

Alfonso Gonzalez Ramirez

Kristina y yo

Adelanto del libro "La piel del mundo"
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Hasta que sin buscarlo, sin saberlo, sin comprender cómo, me enamoré de una neoyorquina que me invitó a su ciudad. Dudé, temí, no supe cómo justificar mi temor. La policía internacional a la que le tengo terror, los pasajes, mi inglés que no existe. No te preocupes, me consoló. Ella espantaría todos los demonios, esos de inmigración, de aduana, esos de los taxistas salvadoreños para los que nueve horas son como diez minutos.

No me atreví a confesarle que no estaba seguro aún de ser lo suficientemente adulto para conquistar su ciudad. No tuve otra escapatoria que ser revisado e interrogado exhaustivamente antes de tomar el avión y atravesar la mitad del mundo.

Kristina, que ahora es mi esposa y entonces era mi novia, me esperaba a la salida del corral de los recién llegados de JFK. Al otro lado del espejo, pensé al verla, y busqué con la mirada el estacionamiento al aire libre, las gaviotas, la nieve sucia. Pero era verano. El cielo era límpido, la vereda tropical. Mi mujer y su pelo negro, su cara muy blanca, estaban dispuestos a regalarme su ciudad como si se tratara de su dote.

Subimos entonces al auto que solemnemente les había pedido prestado a sus padres. Dando vueltas en un atasco infinito salimos del círculo de cemento del aeropuerto rumbo a Queens. Jamaica, me mostraba, Forrest Hill, nombres distintos para las mismas casas de un piso rodeando carnicerías islámicas. Un cementerio interminable que rodea una fábrica humeante. ¿Fábrica de cadáveres? Y luego en el horizonte, la isla. El puente Manhattan, el Empire State y el edificio Chrysler y su sombra gótica.

Ahí está Nueva York, volvió a decirme Kristina, intrigada por mi religioso silencio. ¿Eso es Nueva York? Una imagen que había visto mil veces pero me parecía completamente nueva. Ese resplandor plateado de trucha abierta en canal, mostrando al mundo sus espinas. Una imagen que duró por suerte sólo unos segundos, porque muy luego hubo que agacharse hacia el puente, cerrar los ojos y elegir una de las tantas ciudades posibles. Porque ese era el secreto que me escondían los taxistas en el aeropuerto. Manhattan sólo era monumental de lejos. Al otro lado del puente se convertía en una red de pueblitos. Esas chalupas de Hong Kong que se agitan suavemente al ritmo de las olas, un gigante que quería ser little. Little Italia, Little India, Little Brasil incluso. Tiendas de botones, reparadoras de ropa, licorerías atendidas por japoneses y coreanos haciéndoles las uñas a alguna gorda que sólo anda en un carrito de golf.

«Di algo -se preocupó Kristina, porque mi silencio aumentaba cada segundo-. ¿Te gusta?».

Sentía el mismo mareo de un buen vino, la misma secreta calma del ebrio dando vueltas en un vals. ¿Me gustaba? No lo sabía, no podía saberlo. Banderas estrelladas, números de avenidas, farmacias infinitas, negros, blancos, chinos, la vida que sucedía; absorbía todo sin orden ni concierto. Hasta que Kristina estacionó el auto de sus padres en la Segunda Avenida con la Calle 9, frente al Veselka, una cafetería judía de siempre, que escogió por culpa de los cuentos de Bashevis Singer de los que le hablaba sin parar cuando la conocí.

Después supe que no era todo siempre tan simple, pero juro que esa mañana sí lo era. El calor húmedo sobre la pálida vereda, los viejos jubilados con el número del campo de concentración tatuado en la muñeca. Y luego, de paso, la ropa usada y el olor a fritura y las pizzas trazando sobre nosotros un arco de colores como en un jardín renacentista.