Desde hace casi dos meses somos testigos de una verdadera metamorfosis en la plaza de Armas de Osorno, aquella que otrora lucía como una de las más bellas de Chile, una verdadera postal y credencial representativa de la comuna.

Todo esto ha quedado atrás, siendo reemplazado por decenas de personas que clandestinamente han ocupado este paseo peatonal para comercializar todo tipo de artículos, convirtiéndose en un verdadero bazar público, sumado al tenebroso aspecto que exhiben los locales comerciales, bancos y oficinas con sus puertas y escaparates absolutamente tapiados con planchas de acero, zinc o madera.

¿Es eso lo que queremos como osorninos? No quiero hacer ningún juicio al respecto, sino más bien llamar al análisis y reflexión sobre cuál es la identidad pública que deseamos entregar como ciudadanos. ¿Una ciudad pulcra, ordenada y respetuosa de la legalidad vigente o una ciudad cuyas autoridades no son capaces de hacerse cargo de un problema que se desarrolla frente a sus narices?.

Hoy la plaza de Osorno se ha convertido en un símbolo del comercio informal, un flagelo que paradójicamente ha sido en parte responsabilidad del reclamo social, que se expresa con fuerza en nuestras calles. Y es que en el ejercicio de este tipo de comercio se encubren delitos gravísimos como el contrabando, receptación y piratería, actividades ilegales que terminan afectando a los más necesitados de Chile.

Nuestro país pierde 700 millones de dólares anuales como consecuencia de evasión de impuestos. Si dimensionamos este valor, Chile está perdiendo un ingreso que podría destinarse a materias tan relevantes como salud, educación o al incremento de las pensiones absolutamente insuficientes para nuestros adultos mayores.

La oferta laboral dependiente de los negocios clandestinos no ofrece capacitaciones, seguros, ni planes de previsión social. El auge del comercio informal augura un futuro incierto para la mayoría de los chilenos y compite de manera desleal con quienes se esfuerzan diariamente en cumplir con la legalidad que exige la institucionalidad chilena.

Los privados estamos haciendo el mayor esfuerzo posible para no despedir a nuestros colaboradores, pero es el Estado y su Gobierno de turno quien por obligación constitucional debe garantizar el derecho a trabajar en paz.

Juan Horacio Carrasco

Ex presidente Cámara de Comercio, Industrias y Turismo de Osorno

La ministra de Educación, Marcela Cubillos, ha dado a conocer una serie de mejoras en la calidad de los textos escolares que entregará el Estado durante 2020, asegurando que los libros cumplirán con los mismos estándares que los de las editoriales particulares.

"Hemos trabajado durante más de un año para que las familias, independiente del colegio al que asistan sus hijos, no sigan sufriendo los altos costos de los textos escolares y, además, para que los textos del Mineduc sean igual de buenos que los que venden las editoriales privadas", ha señalado la autoridad. Entre los mejoramientos se han considerado imágenes de gran tamaño, con colores en alta definición; vocabulario y textos adecuados a la edad en cantidad y complejidad; cantidad de páginas necesarias que permitan cubrir lo que se debe aprender durante el año; preguntas y actividades que estimularán al estudiante a desarrollar el pensamiento y el gusto por aprender. Junto con ello, se adelantó que por primera vez los alumnos tendrán acceso a la versión digital de los libros, permitiendo que sean utilizados en diferentes dispositivos.

Hay que recordar que muchas familias comienzan con debida anticipación a despachar las listas escolares, incluso antes de irse de vacaciones. Los apoderados tienen el derecho a pedir que en los colegios se usen los textos del Ministerio y que no les pidan otros adicionales de alto costo. Y los colegios particulares pagados que no reciben textos gratuitos, conforme a las bases de licitación 2020, podrán acceder a comprarlos directo a las editoriales, a precios más bajos que los del comercio. Las bases contemplan que los derechos de autor del contenido de los libros adjudicados pertenecen íntegramente a la editorial, para los efectos de su libre comercialización.

Solamente el año pasado el Estado hizo un esfuerzo para comprar 17,5 millones de textos, destinados a 3 millones de estudiantes del sector público y subvencionado, que fueron repartidos de forma gratuita. Se estima que el mismo tipo de libro tiene un costo para el Estado de alrededor de $1.400, mientras que en librerías las versiones publicadas por editoriales privadas alcanzan precios superiores a los $20.000.