Para quienes en gran parte de su vida han residido en las grandes ciudades, por ejemplo, Santiago, tener el hogar en algún lugar del sur del país, sin el mundanal ruido ni el estrés propio de los grandes conjuntos urbanos, puede parecer algo realmente idílico. Se asume que habrá aire puro, que prácticamente no hay delincuencia y que las relaciones sociales entre los vecinos son mucho más intensas y reales que las que se forjan en el breve tiempo que demandan los grandes desplazamientos entre la casa y el trabajo. Tanto así ha sido que ya está resultando frecuente que a pequeñas ciudades asociadas al turismo y a una buena calidad de vida, como Puerto Varas o Pucón (son los casos más emblemáticos), estén llegando, todavía a menor número, matrimonios jóvenes de santiaguinos que quieren escapar de los nervios de la gran ciudad.
Pero claramente que la imagen del campo paradisiaco dista bastante de la realidad, sobre todo de aquellas familias que viven sin el aparente glamour del sur mágico, y que deben lidiar día tras día con la satisfacción de necesidades para las cuales el Estado no está presente como sí lo está en las zonas urbanas. A los consabidos problemas de locomoción, provisión de servicios y en los últimos años el suministro de agua potable, se le suman aspectos menos conocidos, como la baja cobertura de educación parvularia para los menores de entre 0 y 5 años de edad, que en familias con mucha carga laboral puede representar una gran complicación.
Aunque existen programas estatales que van de la mano de la Junta Nacional de Jardines Infantiles (Junji), es evidente que la oferta es insuficiente para la demanda (unos 800 menores sólo en la comuna de Osorno y 2.800 en la provincia). Hay pocos cupos, y los que hay, no alcanzan a cubrir todos los sectores, por la obvia razón de una alta dispersión de familias, que es la misma traba que dificulta la provisión de tantos bienes y servicios en el campo.
Aunque los propios padres y apoderados se han organizado para suplir la carencia con experiencias casi autogestionadas, hay aquí una brecha que el Estado debe atender, primero, por dignidad de las familias y sus niños; y segundo, para desincentivar, en lo que se pueda, la migración campo-ciudad.