La falta de respeto está presente hoy por todos los ámbitos de la actividad regional y, por cierto, nacional, pero alcanza especial gravedad cuando es la propia vida -y la del prójimo- la que está en juego, sin que las múltiples y dramáticas experiencias nos hayan servido de lección.
No hay respeto por los ancianos, por los minusválidos, los niños o mujeres. El atropello en las filas de atención de público, en los estacionamientos para quienes no pueden caminar, en la locomoción pública, en oficinas públicas y privadas; en suma, el desdén generalizado por todo tipo de normas es el que reina a diario en nuestra relación comunitaria. El atropello y la falta de educación se han entronizado entre nosotros. Las otrora frases de cortesía como bienvenidos, buenos días y gracias no son más que una anécdota social del pasado.
Pero, se señalaba, el punto más álgido es cuando la vida está en riesgo, en las calles y carreteras de Los Lagos, donde las tragedias de proporciones marcan una historia brutal.
La falta de respeto por las normas del tránsito, vastamente conocidas, ha llevado la muerte a tantos hogares, sembrando dolor, pero no aprendizaje.
¿Por qué lo demostrado en los exámenes prácticos no se hace realidad en el espacio público? Esta curiosa faceta de nuestra idiosincrasia -el doble estándar- lleva a muchos conductores a buscar el atropello de los derechos de los demás, para llegar un minuto antes, doblar donde está prohibido, insultar a quien sí sigue las normas, estacionar bloqueando a otros y, en especial, circulando a velocidades que terminan provocando los accidentes y la muerte.
El inmenso porcentaje de estas tragedias es de responsabilidad humana, por infringir las normas, manejando bajo la influencia el alcohol o haciéndolo a velocidad prohibida y de forma descuidada e irresponsable.
¿Qué hacer?: sólo resta trabajar con los niños, aún permeables a las buenas costumbres y un respeto razonable a las normas de vida.