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Auge y caída de un perro policía

Las crónicas rojas de Rodrigo Fluxá

Diecinueve relatos policiales reunió Rodrigo Fluxá en el volumen "Crónica roja" (UDP-Catalonia), compilación de algunos reportajes que publicó en la prensa, entre los años 2011 y 2016. Tras arduos reporteos y largas pesquisas, el periodista consigue develar los flancos menos visitados de las historias más relevantes de la última década.
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La primera incursión de Rodrigo Fluxá en librerías fue en 2014 cuando publicó "Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos" (Catalonia), un libro inmersivo y triste que recibió halagos y algunas críticas, porque su versión no se ajustaba totalmente a la que se había instalado sobre el asesinato de Daniel Zamudio.

Este año Fluxá dispone en "Crónica Roja" (UDP-Catalonia) una selección de 19 historias sin moralejas en un país con gendarmes suicidas, niños pistoleros y dealers de Vitacura; un paisaje donde circulan testigos protegidos, martilleros, sigilosos asaltadores de bancos y donde la violencia de género descuartiza a una mujer. Los entretelones de estos casos policiales y también de otros judiciales, como el de Caval y Penta, hacen sitio también a las confesiones de la deportista Érika Olivera y un atisbo a los últimos días de vida del comentarista Eduardo Bonvallet.

Periodismo deportivo

Cuenta Rodrigo Fluxá que su ingreso a estudiar Periodismo no fue algo muy meditado. "Pero teniendo en cuenta que entré a la Chile con 17 años, o sea, que lo decidí con 16, te aseguro que no fue por ninguna razón muy profunda", resume.

Recuerda que en su casa siempre se compró el diario y se lo peleaban a la hora de leerlo. Que conocía el nombre de los periodistas que firmaban y se preocupaba cuando uno dejaba de firmar: "Debe sonar casi prehistórico para los millennials, pero el diario era una cosa importante cuando yo era chico. Imagínate, por ejemplo, el impacto cuando mi mamá me despertó para mostrarme la entrevista en la que el Cóndor Rojas contaba que se había cortado en el Maracaná".

-¿Y cómo llegaste a la sección de Deportes?

-Por necesidad. Hice también muy chico la práctica, a los 19. Y en ese tiempo quería cubrir espectáculos, cine, y postulé a esas áreas, pero no quedé en ninguna, solo en Deportes. Y por una emergencia familiar, después ya necesitaba la plata, así que me quedé ahí.

-¿Qué extrañas de esos años abocado al periodismo deportivo?

-De la labor en sí, bien poco, porque, a diferencia de mucha de la gente que trabajaba ahí, no estaba cumpliendo ningún sueño; tener que ir todos los días al entrenamiento de, no sé, Colo Colo, me parecía una tortura, más bien. Sí había cierta camaradería de redacción que era bonita. Y bueno, fue muy marcador por los jefes que tuve -Hugo Marcone y César Olmos, ambos en TVN hoy- que tenían una forma de ver el periodismo que se me quedó: siempre sospechando de todo, siempre contrario a las fuentes oficiales, como en estado de guerra continuo. Eso a los 20 años, marca. Botaron no sé cuántos presidentes del COCh en ese tiempo.

Periodismo sin licencias

Un poco de obsesión para seguir el pulso de una historia que sale de los titulares y no hablar mucho sobre su trabajo en el ámbito personal, es algo que Rodrigo Fluxá practica.

-¿Cuánta licencia le das a tu imaginación, a tu subjetividad?

-A mi imaginación, cero. El periodismo no está para esas licencias. Toda la particularidad que tiene, su fuerza, es que las cosas que estás contando, pasaron así. A la subjetividad, lo menos posible: trato de no aparecer mucho, o nada idealmente, en los textos. Que las historias se vayan contando solas.

-¿Qué le exiges a tu prosa, de qué tipo de relatos rehúyes?

-Lo que le exijo, o trato de exigirle, es que se transforme en una experiencia. Los periodistas pecamos de ombliguistas y creemos que nuestra competencia son otros diarios o revistas. En realidad, si un lector gasta media hora en leer tu texto, es media hora que pudo ocupar paseando al perro, o viendo un capítulo de una serie en Netflix. En ese escenario enriquecer la forma en que está narrado el texto, dotarlo de algunas formas de la ficción, en cuanto a tensión dramática, por ejemplo, es muy útil.

-Como entrevistador, ¿cuál es tu principal foco?

-No tengo ningún secreto especial y, de hecho, tampoco creo que lo haga muy bien. No soy lo que se dice simpático, ni entro en confianza muy fácil, lo que tiene un lado malo, que es que pierdo tiempo, y uno bueno, que es que me obliga a reportear mucho por afuera a los entrevistados. En general trato de adornarles lo menos posible el panorama a los entrevistados. En ese sentido, no les veo mucho mérito y trato de evitar las entrevistas medio tramposas, esas en que vas como culebreando para hacerlo equivocar y sacarle una frase golpeadora, de la que se arrepientan cuando vean publicada. El mérito es que digan las cosas que piensan, a pesar de los problemas que puedan traerles. En el libro viene la entrevista a Érika Olivera, por ejemplo. Es un buen ejemplo de lo que te digo: estuve varios meses conversando con ella, esperando que ella estuviera lista, sin apurarla, porque yo entendía, algo que no sé si ella entendía tan bien en un primer momento: que contar lo que iba a contar le iba a cambiar la vida para siempre, iba a destrozar su familia.

-¿Cuán clave es el reporteo?

-Es todo en el periodismo. Sin el proceso de buscar la información y chequearla, no hay reportaje. Da lo mismo lo "bien o mal" que uno escriba. Uno puede tener al mejor arquitecto del mundo, pero si no tiene cemento o madera o ladrillos, no puede hacer la casa. Hay cierto nivel de deformación en eso, en qué es "escribir bien" en el periodismo, en Chile. La escritura floreada porque sí, sin datos, no me interesa, al menos haciendo periodismo. En el periodismo escribir bien es darle un sentido y un orden a los datos que recabaste y ojalá que ese orden logre emocionar.

El sistema cruje

Fluxá cree que el gusto por la crónica roja es similar al que gatillan las novelas negras y las películas policiales. "Te recuerdan que el salvajismo, que la barbarie, está siempre acechando, a punto de estallar, mucho más cerca de lo que uno cree. La crónica roja sirve para explicar un país. Ocurre casi siempre en los lugares y temas en los que el sistema está crujiendo. Y esto no tiene que ver con barrios o clases sociales específicas: ese punto fue una de la razones del libro. El sistema cruje en un pandillero en Cerro Navia, pero también en un martillero que le hace favores a uno de los grupos económicos más importantes de Chile.

-¿Qué historias capturan tu atención?

-No sé si hay fórmulas para encontrar historias interesantes. En mi caso, me interesa algo que no se haya contado antes o contarlo desde un punto de vista no abordado. Algunas ideas llegan así, son ángulos de historias ya muy tocadas, como el reportaje sobre los últimos meses de Bonvallet. Él murió un 18 de septiembre y me acuerdo que por días leí notas y escuché opiniones sobre el tinte patriótico que se supone significaba haberse quitado la vida en esa fecha, mezclado con lo mesiánica que era la figura de Bonvallet. Llegué a un punto que dije: eso no es heroico, es una persona enferma que no pudo más. Recién ahí me interesó realmente.

-De esta recopilación, ¿cuál es tu historia favorita?

-La del perro Argus me gusta mucho, por lo difícil que fue hacerla. Era medio absurdo estar peleando con Transparencia para conseguir el sumario de un perro, pero lo hice y se demoró bastante. Y me gusta también por lo mismo que te contaba: pudo ser una anécdota "chistosa". De hecho, así me enteré, viéndola en un noticiario, pero involucraba un problema más grande: la importancia de las confianzas en el sistema judicial chileno, donde el fiscal tiene que confiar en la información que le pasan las policías, el juez en la que entrega el fiscal y así. El reportaje muestra lo que pasa cuando esas confianzas se rompen.

-¿Cuál es la que más te conmovió?

-La de Marta Peña me tocó bastante. Ella fue la mujer que apareció descuartizada frente al Centro de Justicia. Me pegó porque investigándola se sentía la situación de desesperación en que estaba ella y tiendo a empatizar mucho con la gente que se mete en situaciones agobiantes, de las que no pueden salir, empatizo con esa angustia. Con el vendedor de CD's piratas que murió en la cárcel del San Miguel me pasó algo parecido. En el caso de él fue más duro aún, porque conseguí, también tras muchos intentos, el audio de la jornada en que el juez decidió que debía ir preso, como dándole una lección, un tirón de orejas. Estar reporteándolo durante meses y de pronto escuchar su voz fue bien impactante.

-¿Por cuál protagonista sentiste más empatía?

-En general soy bueno para empatizar con los protagonistas, incluso con los antagonistas. Trato de tratar a toda la gente con la misma deferencia, con el mismo respeto, independiente de lo que hayan hecho. Tratar de entender a los entrevistados creo que es la única forma de contar bien su historia, dejando de lado los prejuicios. Opera a todo nivel. Con Jadue, por ejemplo, terminé empatizando, no porque encuentre que lo que hizo fuera bueno, porque no lo es, si no porque enfrentar las consecuencias de lo que hizo no debe haber sido fácil: pedirle a tu familia, hijos, que te acompañen a armar una vida nueva, por un error que tú cometiste, o vivir tanto tiempo con un secreto. Sentí que el vértigo de la caída de Jadue no estaba contado.

-¿Has debido abandonar algunas historias?

-Miles, todo el tiempo. Para que un reportaje largo resulte medianamente bien, requiere de un sinnúmero de buenas voluntades, coincidencias, trabajo y muchas veces suerte. Cuando termino uno, siempre pienso que es imposible que pueda hacerlo de nuevo, que todo se alinee otra vez. Las frustraciones son inherentes a esta profesión, así que sí, he seguido muchas historias, algunas por años, que he tenido que abandonar.

-¿Qué has aprendido de tu contacto con el mundo criminal?

-Lo criminal o los "delincuentes" son conceptos tan amplios, sobre todo ahora en Chile, que es difícil hacer una generalización así. Caso a caso, siempre uno va aprendiendo cosas. Por ejemplo, en "Retiro de un joven pistolero" pasé varios días con Enrique, líder de una pandilla de Cerro Navia que hacía, entre otras cosas, portonazos. Escuchándolo, uno se da cuenta de que las cosas no siempre encajan en las visiones preconcebidas que uno tiene de un fenómeno y que a veces los periodistas ayudamos a fomentar. Por ejemplo, en delincuencia juvenil Chile se mueve siempre entre dos extremos: la gente que quiere meterlos presos a todos, cosa que yo no creo, y la gente que los tiende a victimizar, cosa que yo tampoco comparto. Hablando con él, uno se da cuenta de eso: que hay una gama de complejidades que no caben en esos dos extremos.

Rodrigo Fluxá dice que de las historias que volcó en su libro, la que más lo conmovió es la de Marta peña, una mujer descuartiza.


"Crónica roja"

Rodrigo Fluxá

UDP-Catalonia

340 páginas

$16.900

Para ese entonces, Alejandro Cavieres Alarcón, el Jarro o Carejarro, ya sumaba una larga lista de errores, faltas y crímenes ocasionados por un carácter indomable -un triple homicidio, por ejemplo-, pero, con la distancia de los años, con las temporadas de encierro, con toda su historia en papel, en diario, en expedientes judiciales, en cuadernos de policías, ninguno le costó más caro que el lluvioso mediodía del 13 de octubre de 2006, en la calle Baldomero Lillo, su calle, en plena población La Victoria de Santiago.

Rodolfo Castañeda tenía veinticuatro años y cumplía su primer año en funciones en la Brigada de Investigación Criminal (Bicrim) de José María Caro, una de las poblaciones más problemáticas de la capital. Era un novato y junto a tres compañeros salieron a buscar a un tal Ronald León a pocos metros de la casa del Jarro. Un enorme pitbull la custodiaba. Como cada vez que entraban en la población, siempre en grupo, jamás solos, sintieron la hostilidad, las miradas de desaprobación, el movimiento de la gente, los silbidos que les hacían ver que ni ese día ni nunca serían bienvenidos.

Tal como consta en el expediente, mientras avanzaban vieron a varios individuos, entre ellos a Luis Cavieres, el anciano padre del Jarro, en actitud de transacción de drogas. Según los individuos, el auto pasó por una poza de agua y los mojó. Entre gritos y garabatos los policías decidieron realizar un control de identidad. Cada vez más pobladores se acercaban al lugar, rodeándolos. Castañeda comenzó a discutir con Luis Cavieres justo cuando el Jarro, que estaba en su casa, salió gritando desaforado, directo hacia él, pidiéndole explicaciones: "¿Por qué chucha estái controlando a mi papá?".

(Página 159)

recreación de escena de uno de los hechos de violencia en que se vio involucrada Paula gamboa.

Para ser la testigo protegida más importante del país, para haber denunciado una vasta red de corrupción que tiene las confianzas del sistema penal chileno resquebrajadas, para tener con su testimonio a catorce policías formalizados y detenidos hace un año, para estar viviendo en el anonimato -escondida por la fiscalía- en otra región, para haber sido amenazada tres veces, Paula Gamboa, treinta y cuatro años, se mueve con bastante naturalidad: a esta oficina del centro de Santiago, quinto piso, llegó en micro. Supone, espera, que alguien la haya protegido y vigilado en el trayecto, a la distancia; que se haya subido y bajado del bus, detrás de ella.

En su nueva vida, en la vida que le propone el Estado, probablemente con otro nombre, quiere dedicarse a los bordados y estampados, a comprar en remates y quizás, en el futuro, poner un restaurante.

Antes, hasta el año pasado, era una narcotraficante.

(Página 217)

Estuvo casi cinco años buscado por la policía. ¿No lo angustiaba esa vida?

No, me gustaba: es rico, emocionante. Estar un día relajado y al otro activo. Es algo que ni tú ni la mayoría de la gente va a vivir jamás. No se me hacen úlceras en la guata ni nada; estoy acostumbrado a mirar siempre los espejos, a estar pendiente siempre de mis espaldas. Sabía que me buscaban; me veía en la tele, leía los diarios. Lo que me hace mal es estar acá dentro, relajado todo el tiempo, no tengo sistema adrenalínico funcionando.

¿Por qué cree que se demoraron tanto en encontrarlo?

Porque la policía de mi país es muy tonta. Tienen todos los medios tecnológicos, todos los recursos, y con la excepción del OS-9, donde sí hay gente buena, el resto no sabe cómo usarlos. Los policías con calle están puestos en jefatura y ya no salen, y me mandaban a cabros de veinte a buscarme. Yo me pasaba controles de la PDI casi por gusto; ponía en mi camioneta un letrero que decía "Prensa" y avanzaba al lado de ellos. El tema es que ellos trabajaban solo buscando patrones, prototipos: a alguien de ciertas características físicas, que maneja tal auto, que suele andar en ciertas direcciones, pero uno se sale un poco de ese patrón y ya no te ven. Me bastaba con dejar de ser un poco yo.

(Página 309)

Esa mañana Argus era aún un número de inventario, el 195192. Pero también era un entusiasta: llevaba seis meses en Temuco, se había tenido que acostumbrar al frío mañanero del sur y despertaba en su canil, una jaula en la Brigada de Antinarcóticos, siempre de buen ánimo, esperando que lo sacaran a trabajar.

En el libro de novedades que mantenían en la guardia dice, en una letra casi ilegible:

16 de junio de 2015

5:00 horas

Sale el asistente Gabriel Fernández Salgado con su ejemplar canino Argus.

Esta mañana, también, era martes y los martes en la vida de Argus eran una cosa seria: la mayoría de los 104 procedimientos carreteros exitosos del año habían ocurrido entre las seis y las ocho de la mañana, los martes y los jueves.

(Página 317)

Por Amelia Carvallo

"La crónica roja sirve para explicar un país. Ocurre casi siempre en los lugares y temas en los que el sistema está crujiendo".

rodrigo fluxa

"El reporteo es todo en el periodismo. Sin el proceso de buscar la información y chequearla, no hay reportaje".

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