El caso del niño Ignacio Pérez Torres, de seis años, que recibió parte del hígado de su padre, en un procedimiento realizado en Concepción, en la Región del Bío Bío, pone en actualidad el tema de los trasplantes para salvar vidas y la necesidad de promover la donación de órganos.
Desde 2010 existe la ley que instauró el concepto de donante universal, por el cual todos los ciudadanos son dadores, a menos que expresen su voluntad en contrario, pero por paradoja, escasean los donantes en la práctica. Si bien el 77% de las personas está dispuesta a hacerlo, de acuerdo con una encuesta del Centro de Estudios de la Universidad San Sebastián, esa cifra baja a 65% cuando son ellas las que deben decidir la donación en el caso de un familiar fallecido.
En 2015, la Coordinadora Nacional de Trasplantes del Ministerio de Salud registró un total de 321 trasplantes, gracias a 110 donantes, pero a la vez existían 1.833 personas esperando un órgano, cuestión que es aún más dramática cuando se trata de niños.
Las donaciones son un tema complejo en los hogares, pues si bien el dador en la mayoría de los casos manifiesta su decisión en vida, son las familias las que -al momento de su muerte- deciden si se concreta o no esa voluntad. Es cierto que la muerte significa un padecimiento para las familias de los donantes como para quienes esperan los órganos en momentos de suma complejidad. Pero este procedimiento es la única posibilidad para dar vida a personas que esperan un órgano compatible.
Además, los procuramientos requieren de una red de apoyo y enorme logística. Algo no ha funcionado para cambiar esta realidad y es hora de conversar el tema con la seriedad que corresponde al interior de los hogares. Se necesita insistir para que la familia pueda respetar la voluntad de una persona que ha decidido ser donante.
Existe consenso entre quienes han recibido un órgano, acerca del cambio radical de vida que les genera este tipo de acciones solidarias. Estas son decisiones basadas en el amor, cuya única recompensa es entregar vida.