La sociedad competitiva es un falso ídolo como modelo de vida si no lleva una impronta valórica que la sustente. En tal sentido, la delincuencia es la negación de las buenas costumbres, socava la estabilidad política y merma la confianza pública, por lo que no hay que darle tregua. También los gobiernos tienen el deber de garantizar la paz social y el orden público, hacer cumplir la ley y aplicar políticas de Estado preventivas y sancionadoras, con el auxilio de las policías, generalmente exiguas en recursos humanos y subdotadas en el plano operativo.
Debido al distanciamiento emocional con sus progenitores, muchos jóvenes asumen una precoz independencia y una feble socialización porque sus padres trabajan todo el día y no se dan el tiempo para dialogar en familia. Un grupo familiar que no tenga conciencia ni dedicación para transmitirles a sus hijos el ejemplo y los consejos que resguarden su integridad física y psicológica no está cumpliendo con sus indelegables deberes parentales.
Respecto al origen de la delincuencia, no es extraño que de cada diez presos, ocho de ellos sean hijos de presidiarios. La comunicación cara a cara, el irremplazable modo de interactuar y educar, ha sido desplazada por la TV y los medios tecnológicos. Ello derivó en la deshumanizada comunicación cara-máquina donde no hay límites.
Hay quienes deslindan responsabilidades en la escuela, pero al no existir un filtro en la casa es poco lo que puede hacer el colegio, porque no es sinónimo de reformatorio, y es sabido que después de los ocho años de edad es complejo rearmar emocionalmente a un menor. También hay que estar atentos y en sintonía con los hijos para, en conjunto, saber interpretar la realidad, aquilatar la contaminación del entorno social y así alejarlos de las malas prácticas, antesala del delito.
Lo mismo acontece con el círculo de amigos: hay que saber quiénes son, dónde y con quiénes comparten y tener claras sus conductas para evitar la promiscuidad sexual, el alcoholismo o la irreversible y perversa inducción a las drogas.
No es un misterio que el consumo de drogas y estupefacientes se ha masificado en vastos sectores juveniles. Por eso, es clave masificar la buena formación, sustrato elemental de la educación, y elaborar políticas sociales rehabilitadoras e inclusivas. Pero la principal función es de la familia.