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Bolaño en Gerona: una amistad

El escritor español Javier Cercas hablaba por teléfono todos los días con Roberto Bolaño. Conversaban de literatura, de escritores, de enemigos y de todas las tramas que cruzaban las cabezas de ambos. En "Formas de ocultarse", (Ediciones UDP) una de las crónicas de Cercas dedica el corazón a su amigo del alma. Acá un adelanto de la obra, que por estos días llega a las librerías.
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He contado ya la anécdota por escrito, pero quiero contarla otra vez. Ocurrió, calculo, hacia 1981 o 1982, a las puertas del Bistrot, un bar del casco antiguo de Gerona. Yo subía hacia la universidad con mi compañero Xavier Coromina cuando él se paró a saludar a un tipo mayor que nosotros, con aire de buhonero hippie y con acento latinoamericano, mexicano o argentino o chileno (en aquella época yo era incapaz de distinguir una cosa de la otra). Hablaron. En determinado momento Coromina le preguntó al tipo cómo iba la novela que estaba escribiendo. El tipo hizo una mueca escéptica y contestó: "Va, va, pero no se sabe muy bien hacia dónde va". No hubo más, y la frase se me quedó grabada, quizá porque, aunque en secreto yo quería ser escritor, a mis diecinueve años aún no había tenido el coraje de reconocerlo, y me impresionó la naturalidad con que aquel tipo -el primer novelista real o fingido con el que me cruzaba en mi vida- hablaba de su proyecto de novela. Por supuesto, yo estaba seguro de que nunca volvería a oír hablar de él, de que el tipo nunca sería un novelista de verdad o sólo sería uno de tantos novelistas latinoamericanos de su generación, malogrados por el desarraigo, la bohemia y la pobreza, pero siete u ocho años más tarde, mientras escribía en los Estados Unidos mi segunda novela, incluí un diálogo en el que un personaje le pregunta a otro cómo va su tesis doctoral, y el otro contesta: "Va, va, pero no se sabe muy bien hacia dónde va".

Ahora la elipsis no es de siete u ocho años sino de quince o dieciséis. Estamos en diciembre de 1997. Vivo en Barcelona, pero he ido a Gerona a escribir una crónica para El País sobre la exposición de un amigo de infancia, David Sanmiguel. A la misma hora en que se inaugura la exposición, en la Llibreria 22 -justo enfrente de la sala de exposiciones- Ponç Puigdevall presenta Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño. Por entonces, después de haber publicado en poco tiempo La literatura nazi en América y Estrella distante, el nombre de Bolaño empieza a sonar en algunos círculos literarios, pero yo, que estoy totalmente fuera de ellos a pesar de haber publicado ya tres novelas, aún no lo he leído, y sólo le he escuchado hablar de él a Enrique Vila-Matas, que es amigo de los dos. Antes de que se inaugure la exposición tomo un café con Bolaño y Puigdevall. Bolaño cuenta que vive en Blanes, que se dedica sólo a escribir, que se gana la vida -"de forma muy humilde", puntualiza- con la literatura. De repente, mientras le oigo hablar, tengo una intuición. Le pregunto a Bolaño si a principios de los ochenta vivía en Gerona; contesta que sí. Le pregunto si conocía a Xavier Coromina; contesta que sí. Entonces le hablo de nuestro encuentro fugaz frente al Bistrot y, ya en la Llibreria 22, le enseño el pasaje de mi segunda novela donde un personaje dice que su tesis va, va, pero no sabe muy bien hacia dónde va. Bolaño se ríe; yo también me río.

Aquello terminó a las cinco de la madrugada, después de que me pasase la noche gritando "¡Viva Bolaño!", como si tratara de celebrar por todo lo alto que, contra todos los pronósticos, el buhonero hippie de mis diecinueve años no se había malogrado y había llegado a ser un escritor de verdad. Pocos días después recibí en mi casa un ejemplar de Estrella distante; lo mandaba Bolaño: en una de sus páginas de respeto había escrito unas palabras demasiado generosas sobre mi segunda novela; terminaban así: "¡Viva Cercas!".

2

Nuestra amistad duró tres años y medio y un día, o una noche. No fue una amistad larga, pero sí intensa. Nos veíamos a menudo, en Barcelona o en Gerona o en Blanes, en locales públicos o en mi casa o en su casa o en casas de amigos, solos o con nuestras familias o con A. G. Porta o Vila-Matas y sus mujeres; aunque, mucho más que vernos, hablábamos por teléfono. ¡Y qué manera de hablar por teléfono, Dios santo! Al principio, cuando yo aún vivía en Barcelona, sólo lo hacíamos de forma ocasional, pero cuando volví a vivir en Gerona nos llamábamos casi a diario. La verdad es que parecíamos novios. Eran conversaciones normalmente nocturnas, conversaciones que solían prolongarse durante horas y que trataban sobre todo de literatura, o de la vida literaria, que para Bolaño era casi tan interesante como la literatura, en la medida en que era el carburante de su propia literatura. Esto puede parecer raro, pero no lo es: cuando lo conocí, Bolaño era un perfecto outsider y, aunque el éxito de sus últimos años le llevó a frecuentar a escritores y críticos de renombre, creo que a su modo siguió siéndolo hasta el final; después de todo, sólo un outsider puede escribir sobre el mundillo literario con el humor y la fiereza con que Bolaño lo hace: le encantaba hablar de sus amigos literarios, según él poquísimos, y también de sus enemigos, según él muchísimos, y hasta le encantaba inventarme enemigos a mí, que no tenía ninguno (en 1997 se publicó en España una antología titulada Páginas amarillas donde, como su propio nombre casi indica, figuraban prácticamente todos los narradores españoles de mi generación; todos salvo yo, y Bolaño prefirió atribuir mi ausencia en esas páginas a una negra mano ilusoria antes que al hecho comprobable de que, por entonces, a mí prácticamente sólo me leían mi madre y él). Sea como sea, guardo muchos recuerdos precisos de esas conversaciones telefónicas. Recuerdo conversaciones sobre escritores malísimos y conversaciones sobre escritores buenísimos. Recuerdo conversaciones sobre Cortázar, sobre Parra, sobre Bioy, sobre Onetti, sobre Rulfo. Recuerdo muy bien una conversación sobre Malcom Lowry y Louis Ferdinand Céline, de la que inesperadamente el primero salía mejor parado que el segundo, porque -esa fue la conclusión a la que llegó Bolaño, o a la que llegamos- aquél quería escapar del infierno, mientras que éste se sentía cómodo en él. Recuerdo largas conversaciones sobre poetas ingleses y franceses, sobre Eliot y Baudelaire, y sobre narradores norteamericanos, sobre Poe, Hemingway, Philip K. Dick, Kurt Vonnegut o John Irving, que a él no le gustaba y a mí sí. Recuerdo infinitas conversaciones sobre Borges que casi siempre terminaban con las carcajadas de Bolaño mientras recitábamos estos alejandrinos memorables de la epopeya topográfica de Carlos Argentino Daneri:

Sepan. A manderecha del poste rutinario

(viniendo, claro está, desde el Noroeste)

se aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste-

que da al corral de ovejas catadura de osario.

También le recuerdo hablándome de la estructura de 2666 y de una novela sobre toreros que nunca acabó (o eso creo) y que, según decía, se titulaba Corrida, y le recuerdo leyéndome un largo poema sobre su padre, que no creo haber leído en ninguno de sus libros. No le recuerdo, en cambio, hablándome de su enfermedad (de hecho, no le recuerdo hablando de ese asunto con nadie, salvo con mi hermana Blanca, que padecía una enfermedad semejante), pero recuerdo muy bien la madrugada del 22 de noviembre de 2000, cuando, después de haber estado hablando los dos durante mucho rato, sonó el teléfono y era otra vez él, que acababa de oír por televisión que ETA había matado a Ernest Lluchi y, muy impresionado, me llamaba para comentar la noticia, lo que prolongó la conversación hasta las dos o las tres.

Por supuesto le recuerdo hablando de lo que yo escribía, o de lo que intentaba escribir. Antes mencioné de pasada la generosidad de Bolaño; al menos en lo que a mí respecta, esa es una palabra escasa. De 1997 a 2001, mientras Bolaño escribía sus grandes libros a un ritmo imbatible -el ritmo de un hombre que ha entablado un combate a brazo partido contra la muerte- y conquistaba un nombre de gran escritor en español -aunque incomparable al que conquistaría en todo el mundo después de su muerte-, yo pasaba por un mal momento. Había vuelto a vivir en Gerona y por algún motivo estaba seguro de que, a pesar de que lo hubiera deseado desde siempre, ya nunca sería un escritor de verdad. Bolaño hizo todo lo posible por convencerme de que estaba equivocado: de entrada, publicó una columna en el Diari de Girona en la que aseguraba que yo sólo volvía a Gerona para escribir los grandes libros que llevaba dentro (por supuesto, yo sabía que Bolaño sabía que esto era falso, o creía saberlo, pero eso no hacía más que añadir valor a su gesto); luego se convirtió en un apoyo constante, en un estímulo permanente, en una máquina de persuasión destinada a meterme en la cabeza que, por muy fracasado que me sintiese, yo era un escritor de verdad, y que sólo escribiendo podría alcanzar alguna forma de plenitud personal. Yo admiraba a Bolaño por sus libros, pero más aún lo admiraba por su actitud, por la furiosa radicalidad con que, desde que era un adolescente, había asumido su vocación de escritor; por mi parte tenía la impresión (o la certeza) de no haber hecho lo mismo, de haber ido buscando subterfugios y excusas, de haber ido aplazando mi obligación. Bolaño me la recordó, me puso frente a ella, me aseguró que todavía estaba a tiempo. No sé si llegué a agradecérselo lo suficiente.

3

Es verdad que al menos lo intenté. Agradecérselo, quiero decir. En Soldados de Salamina, un libro de 2001, hay un personaje que, aunque no es por supuesto el Roberto Bolaño real (como el Roberto Bolaño real se encargó de recordar en un artículo sobre ese libro), es un intento de retratar el profundo afecto que yo sentía por Bolaño y la amistad que nos unía. Asombrosamente, no todo el mundo lo ha interpretado así, y ni siquiera ha faltado quien asegurase que Bolaño se molestó con el retrato ficticio que yo hice de él. No es cierto, y la mejor prueba de que no es cierto es su mencionado artículo. Pero sí es cierto que, poco después de la publicación de Soldados de Salamina, Bolaño y yo nos distanciamos. Nadie tuvo la culpa de ello, o si alguien la tuvo fui yo, o simplemente eso que Jaime Gil de Biedma llamaba "la vidriosa condición del escritor". Lo cierto es que Bolaño y yo dejamos de hablarnos.

Ese silencio duró casi dos años, hasta que llegó el día o la noche, es decir la noche o el día de los tres años y una noche o un día que duró nuestra amistad. Ocurrió a finales de junio o principios de julio de 2003. Aquella tarde de domingo había comido con mi familia en el campo. Al cabo de dos días me marchaba de viaje a México y durante la comida, no sé por qué, mi mujer habló de Bolaño; lo hizo como lo había hecho siempre, casi como si fuera un miembro de la familia, y de repente me di cuenta del absurdo total de aquel distanciamiento. De modo que al llegar a casa llamé a mi amigo a Blanes, le dije que me parecía idiota que lleváramos dos años sin hablarnos, le propuse que nos viésemos. No me pareció que Bolaño tuviese siquiera que pensar la respuesta. "Vente ahora mismo para acá", dijo de inmediato.

Así fue como nos vimos por última vez. Quedamos en una terraza del paseo de Blanes, frente al mar, y estuvimos hablando allí hasta que nos entró hambre y fuimos a un restaurante chino donde habíamos cenado más de una noche. Bolaño parecía triste o cansado, aunque la euforia del reencuentro hizo que yo tardara demasiado tiempo en notarlo; en algún momento me dijo que había dejado de escribir, pero sospecho que no le creí, o que no quise o no fui capaz de creerle, sin duda porque yo era incapaz de imaginar a Bolaño sin escribir. Cuando nos marchamos del restaurante ya era de madrugada. Estuvimos vagando en busca de algún bar abierto, pero no lo encontramos y al final acabamos en su nueva casa, un piso de paredes blancas, desolado y semivacío, donde según me dijo vivía solo, aunque, según me dijo también, seguía viendo a su mujer y a sus hijos en su casa de siempre, en el Carrer Ample. Apenas recuerdo nada de ese piso, salvo que estuvimos mucho rato allí y que en el baño había un ejemplar de El canon occidental, de Harold Bloom, abierto por una página dedicada a Neruda. También recuerdo que hacia las cuatro o las cinco, cuando le dije que tenía que marcharme, me contestó que ya era muy tarde y que por qué no me quedaba a dormir en su piso. Le contesté que no podía, que mi mujer iba a asustarse si se despertaba por la mañana y no me encontraba en casa. Para mi sorpresa, Bolaño insistió varias veces en que me quedase. No me dejé convencer.

Al final me acompañó caminando hasta el aparcamiento del paseo, que era donde había dejado el coche. A esas alturas yo tenía una sensación rara, como si intuyese que mi amigo no quería irse a dormir y que pensaba quedarse despierto toda la noche, con su tristeza y con su cansancio a cuestas. Le llevé de vuelta en coche hasta su casa, y nos despedimos como tantas veces, o eso me pareció. Antes de bajarse del coche le dije que le llamaría en cuanto llegase de México. Él asintió, pero sólo dijo: "Cuídate, Javier".

No tuve tiempo de volver a llamarle, ni de volverle a ver. Bolaño murió al cabo de un par de días de mi regreso de México. Semanas más tarde su mujer, Carolina, me contó que era verdad que, en los últimos meses, Bolaño ya no escribía, que se sentía sin fuerzas, que sentía que el final estaba cerca; también me contó que aquella noche, la última en que le vi, Bolaño acabó durmiendo en la casa del Carrer Ample, con sus hijos y con ella. Era el mejor sitio donde podía dormir, pero eso no significa que yo no me haya arrepentido desde entonces de no haber entendido su insistencia, y de no haberle acompañado aquella noche en su pena hasta el final.

*Archivo Bolaño, Barcelona, CCCB, 2013. -


"Formas de ocultarse"

Javier Cercas Ediciones UDP 420 páginas

Javier Cercas fue amigo de bolaño durante tres años hasta que algo se quebró entre ellos y dejaron de frecuentarse. En este relato de su libro "formas de ocultarse" describe la amistad de principio a fin.

Javier Cercas fue amigo de bolaño durante tres años hasta que algo se quebró entre ellos y dejaron de frecuentarse. En este relato de su libro "formas de ocultarse" describe la amistad de principio a fin.

Por Javier Cercas

"Yo estaba seguro de que nunca volvería a oír hablar de él, de que el tipo nunca sería un novelista de verdad o sólo sería uno de tantos novelistas latinoamericanos de su generación, malogrados por el desarraigo, la bohemia y la pobreza".

josé molina

¡Y qué manera de hablar por teléfono, Dios santo! (...) cuando volví a vivir en Gerona nos llamábamos casi a diario. La verdad es que parecíamos novios ".

encontacto

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@37cristii

pero que día más hermoso en Osorno. Sol, sol, sol ...te acercas a pasos agigantados mi querido VERANO :) !!

@Caro_Escarlata

#FotoViajera mi último día en Chile, con sol y viento helado y el volcán Osorno coqueto.

@yennjae

Soy de la República de Osorno en donde no hace calor ni tiembla xD

@Barbarajaela

Pensé que iba hacer frío hoy en Osorno y aquí estoy muerta de calor

@Marce_Ros

Buenos días Osorno,el regreso del sol

@AHUMADAJP

Enamórate del sur, vengan de vacaciones a #Osorno y #PtoMontt

@EUribr

Desde la magia del sur... osorno Viendo el partido con los dientes apretados en familia. Fuerza vamos podemos #LaRojaxFOX

@delafuentedan

Próximamente se lanza la campaña de #Verano para la #Patagonia en Diarios de #Chile #Osorno #PuertoMontt

Bolaño en Gerona: una amistad

El escritor español Javier Cercas hablaba por teléfono todos los días con Roberto Bolaño. Conversaban de literatura, de escritores, de enemigos y de todas las tramas que cruzaban las cabezas de ambos. En "Formas de ocultarse", (Ediciones UDP) una de las crónicas de Cercas dedica el corazón a su amigo del alma. Acá un adelanto de la obra, que por estos días llega a las librerías.
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He contado ya la anécdota por escrito, pero quiero contarla otra vez. Ocurrió, calculo, hacia 1981 o 1982, a las puertas del Bistrot, un bar del casco antiguo de Gerona. Yo subía hacia la universidad con mi compañero Xavier Coromina cuando él se paró a saludar a un tipo mayor que nosotros, con aire de buhonero hippie y con acento latinoamericano, mexicano o argentino o chileno (en aquella época yo era incapaz de distinguir una cosa de la otra). Hablaron. En determinado momento Coromina le preguntó al tipo cómo iba la novela que estaba escribiendo. El tipo hizo una mueca escéptica y contestó: "Va, va, pero no se sabe muy bien hacia dónde va". No hubo más, y la frase se me quedó grabada, quizá porque, aunque en secreto yo quería ser escritor, a mis diecinueve años aún no había tenido el coraje de reconocerlo, y me impresionó la naturalidad con que aquel tipo -el primer novelista real o fingido con el que me cruzaba en mi vida- hablaba de su proyecto de novela. Por supuesto, yo estaba seguro de que nunca volvería a oír hablar de él, de que el tipo nunca sería un novelista de verdad o sólo sería uno de tantos novelistas latinoamericanos de su generación, malogrados por el desarraigo, la bohemia y la pobreza, pero siete u ocho años más tarde, mientras escribía en los Estados Unidos mi segunda novela, incluí un diálogo en el que un personaje le pregunta a otro cómo va su tesis doctoral, y el otro contesta: "Va, va, pero no se sabe muy bien hacia dónde va".

Ahora la elipsis no es de siete u ocho años sino de quince o dieciséis. Estamos en diciembre de 1997. Vivo en Barcelona, pero he ido a Gerona a escribir una crónica para El País sobre la exposición de un amigo de infancia, David Sanmiguel. A la misma hora en que se inaugura la exposición, en la Llibreria 22 -justo enfrente de la sala de exposiciones- Ponç Puigdevall presenta Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño. Por entonces, después de haber publicado en poco tiempo La literatura nazi en América y Estrella distante, el nombre de Bolaño empieza a sonar en algunos círculos literarios, pero yo, que estoy totalmente fuera de ellos a pesar de haber publicado ya tres novelas, aún no lo he leído, y sólo le he escuchado hablar de él a Enrique Vila-Matas, que es amigo de los dos. Antes de que se inaugure la exposición tomo un café con Bolaño y Puigdevall. Bolaño cuenta que vive en Blanes, que se dedica sólo a escribir, que se gana la vida -"de forma muy humilde", puntualiza- con la literatura. De repente, mientras le oigo hablar, tengo una intuición. Le pregunto a Bolaño si a principios de los ochenta vivía en Gerona; contesta que sí. Le pregunto si conocía a Xavier Coromina; contesta que sí. Entonces le hablo de nuestro encuentro fugaz frente al Bistrot y, ya en la Llibreria 22, le enseño el pasaje de mi segunda novela donde un personaje dice que su tesis va, va, pero no sabe muy bien hacia dónde va. Bolaño se ríe; yo también me río.

Aquello terminó a las cinco de la madrugada, después de que me pasase la noche gritando "¡Viva Bolaño!", como si tratara de celebrar por todo lo alto que, contra todos los pronósticos, el buhonero hippie de mis diecinueve años no se había malogrado y había llegado a ser un escritor de verdad. Pocos días después recibí en mi casa un ejemplar de Estrella distante; lo mandaba Bolaño: en una de sus páginas de respeto había escrito unas palabras demasiado generosas sobre mi segunda novela; terminaban así: "¡Viva Cercas!".

2

Nuestra amistad duró tres años y medio y un día, o una noche. No fue una amistad larga, pero sí intensa. Nos veíamos a menudo, en Barcelona o en Gerona o en Blanes, en locales públicos o en mi casa o en su casa o en casas de amigos, solos o con nuestras familias o con A. G. Porta o Vila-Matas y sus mujeres; aunque, mucho más que vernos, hablábamos por teléfono. ¡Y qué manera de hablar por teléfono, Dios santo! Al principio, cuando yo aún vivía en Barcelona, sólo lo hacíamos de forma ocasional, pero cuando volví a vivir en Gerona nos llamábamos casi a diario. La verdad es que parecíamos novios. Eran conversaciones normalmente nocturnas, conversaciones que solían prolongarse durante horas y que trataban sobre todo de literatura, o de la vida literaria, que para Bolaño era casi tan interesante como la literatura, en la medida en que era el carburante de su propia literatura. Esto puede parecer raro, pero no lo es: cuando lo conocí, Bolaño era un perfecto outsider y, aunque el éxito de sus últimos años le llevó a frecuentar a escritores y críticos de renombre, creo que a su modo siguió siéndolo hasta el final; después de todo, sólo un outsider puede escribir sobre el mundillo literario con el humor y la fiereza con que Bolaño lo hace: le encantaba hablar de sus amigos literarios, según él poquísimos, y también de sus enemigos, según él muchísimos, y hasta le encantaba inventarme enemigos a mí, que no tenía ninguno (en 1997 se publicó en España una antología titulada Páginas amarillas donde, como su propio nombre casi indica, figuraban prácticamente todos los narradores españoles de mi generación; todos salvo yo, y Bolaño prefirió atribuir mi ausencia en esas páginas a una negra mano ilusoria antes que al hecho comprobable de que, por entonces, a mí prácticamente sólo me leían mi madre y él). Sea como sea, guardo muchos recuerdos precisos de esas conversaciones telefónicas. Recuerdo conversaciones sobre escritores malísimos y conversaciones sobre escritores buenísimos. Recuerdo conversaciones sobre Cortázar, sobre Parra, sobre Bioy, sobre Onetti, sobre Rulfo. Recuerdo muy bien una conversación sobre Malcom Lowry y Louis Ferdinand Céline, de la que inesperadamente el primero salía mejor parado que el segundo, porque -esa fue la conclusión a la que llegó Bolaño, o a la que llegamos- aquél quería escapar del infierno, mientras que éste se sentía cómodo en él. Recuerdo largas conversaciones sobre poetas ingleses y franceses, sobre Eliot y Baudelaire, y sobre narradores norteamericanos, sobre Poe, Hemingway, Philip K. Dick, Kurt Vonnegut o John Irving, que a él no le gustaba y a mí sí. Recuerdo infinitas conversaciones sobre Borges que casi siempre terminaban con las carcajadas de Bolaño mientras recitábamos estos alejandrinos memorables de la epopeya topográfica de Carlos Argentino Daneri:

Sepan. A manderecha del poste rutinario

(viniendo, claro está, desde el Noroeste)

se aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste-

que da al corral de ovejas catadura de osario.

También le recuerdo hablándome de la estructura de 2666 y de una novela sobre toreros que nunca acabó (o eso creo) y que, según decía, se titulaba Corrida, y le recuerdo leyéndome un largo poema sobre su padre, que no creo haber leído en ninguno de sus libros. No le recuerdo, en cambio, hablándome de su enfermedad (de hecho, no le recuerdo hablando de ese asunto con nadie, salvo con mi hermana Blanca, que padecía una enfermedad semejante), pero recuerdo muy bien la madrugada del 22 de noviembre de 2000, cuando, después de haber estado hablando los dos durante mucho rato, sonó el teléfono y era otra vez él, que acababa de oír por televisión que ETA había matado a Ernest Lluchi y, muy impresionado, me llamaba para comentar la noticia, lo que prolongó la conversación hasta las dos o las tres.

Por supuesto le recuerdo hablando de lo que yo escribía, o de lo que intentaba escribir. Antes mencioné de pasada la generosidad de Bolaño; al menos en lo que a mí respecta, esa es una palabra escasa. De 1997 a 2001, mientras Bolaño escribía sus grandes libros a un ritmo imbatible -el ritmo de un hombre que ha entablado un combate a brazo partido contra la muerte- y conquistaba un nombre de gran escritor en español -aunque incomparable al que conquistaría en todo el mundo después de su muerte-, yo pasaba por un mal momento. Había vuelto a vivir en Gerona y por algún motivo estaba seguro de que, a pesar de que lo hubiera deseado desde siempre, ya nunca sería un escritor de verdad. Bolaño hizo todo lo posible por convencerme de que estaba equivocado: de entrada, publicó una columna en el Diari de Girona en la que aseguraba que yo sólo volvía a Gerona para escribir los grandes libros que llevaba dentro (por supuesto, yo sabía que Bolaño sabía que esto era falso, o creía saberlo, pero eso no hacía más que añadir valor a su gesto); luego se convirtió en un apoyo constante, en un estímulo permanente, en una máquina de persuasión destinada a meterme en la cabeza que, por muy fracasado que me sintiese, yo era un escritor de verdad, y que sólo escribiendo podría alcanzar alguna forma de plenitud personal. Yo admiraba a Bolaño por sus libros, pero más aún lo admiraba por su actitud, por la furiosa radicalidad con que, desde que era un adolescente, había asumido su vocación de escritor; por mi parte tenía la impresión (o la certeza) de no haber hecho lo mismo, de haber ido buscando subterfugios y excusas, de haber ido aplazando mi obligación. Bolaño me la recordó, me puso frente a ella, me aseguró que todavía estaba a tiempo. No sé si llegué a agradecérselo lo suficiente.

3

Es verdad que al menos lo intenté. Agradecérselo, quiero decir. En Soldados de Salamina, un libro de 2001, hay un personaje que, aunque no es por supuesto el Roberto Bolaño real (como el Roberto Bolaño real se encargó de recordar en un artículo sobre ese libro), es un intento de retratar el profundo afecto que yo sentía por Bolaño y la amistad que nos unía. Asombrosamente, no todo el mundo lo ha interpretado así, y ni siquiera ha faltado quien asegurase que Bolaño se molestó con el retrato ficticio que yo hice de él. No es cierto, y la mejor prueba de que no es cierto es su mencionado artículo. Pero sí es cierto que, poco después de la publicación de Soldados de Salamina, Bolaño y yo nos distanciamos. Nadie tuvo la culpa de ello, o si alguien la tuvo fui yo, o simplemente eso que Jaime Gil de Biedma llamaba "la vidriosa condición del escritor". Lo cierto es que Bolaño y yo dejamos de hablarnos.

Ese silencio duró casi dos años, hasta que llegó el día o la noche, es decir la noche o el día de los tres años y una noche o un día que duró nuestra amistad. Ocurrió a finales de junio o principios de julio de 2003. Aquella tarde de domingo había comido con mi familia en el campo. Al cabo de dos días me marchaba de viaje a México y durante la comida, no sé por qué, mi mujer habló de Bolaño; lo hizo como lo había hecho siempre, casi como si fuera un miembro de la familia, y de repente me di cuenta del absurdo total de aquel distanciamiento. De modo que al llegar a casa llamé a mi amigo a Blanes, le dije que me parecía idiota que lleváramos dos años sin hablarnos, le propuse que nos viésemos. No me pareció que Bolaño tuviese siquiera que pensar la respuesta. "Vente ahora mismo para acá", dijo de inmediato.

Así fue como nos vimos por última vez. Quedamos en una terraza del paseo de Blanes, frente al mar, y estuvimos hablando allí hasta que nos entró hambre y fuimos a un restaurante chino donde habíamos cenado más de una noche. Bolaño parecía triste o cansado, aunque la euforia del reencuentro hizo que yo tardara demasiado tiempo en notarlo; en algún momento me dijo que había dejado de escribir, pero sospecho que no le creí, o que no quise o no fui capaz de creerle, sin duda porque yo era incapaz de imaginar a Bolaño sin escribir. Cuando nos marchamos del restaurante ya era de madrugada. Estuvimos vagando en busca de algún bar abierto, pero no lo encontramos y al final acabamos en su nueva casa, un piso de paredes blancas, desolado y semivacío, donde según me dijo vivía solo, aunque, según me dijo también, seguía viendo a su mujer y a sus hijos en su casa de siempre, en el Carrer Ample. Apenas recuerdo nada de ese piso, salvo que estuvimos mucho rato allí y que en el baño había un ejemplar de El canon occidental, de Harold Bloom, abierto por una página dedicada a Neruda. También recuerdo que hacia las cuatro o las cinco, cuando le dije que tenía que marcharme, me contestó que ya era muy tarde y que por qué no me quedaba a dormir en su piso. Le contesté que no podía, que mi mujer iba a asustarse si se despertaba por la mañana y no me encontraba en casa. Para mi sorpresa, Bolaño insistió varias veces en que me quedase. No me dejé convencer.

Al final me acompañó caminando hasta el aparcamiento del paseo, que era donde había dejado el coche. A esas alturas yo tenía una sensación rara, como si intuyese que mi amigo no quería irse a dormir y que pensaba quedarse despierto toda la noche, con su tristeza y con su cansancio a cuestas. Le llevé de vuelta en coche hasta su casa, y nos despedimos como tantas veces, o eso me pareció. Antes de bajarse del coche le dije que le llamaría en cuanto llegase de México. Él asintió, pero sólo dijo: "Cuídate, Javier".

No tuve tiempo de volver a llamarle, ni de volverle a ver. Bolaño murió al cabo de un par de días de mi regreso de México. Semanas más tarde su mujer, Carolina, me contó que era verdad que, en los últimos meses, Bolaño ya no escribía, que se sentía sin fuerzas, que sentía que el final estaba cerca; también me contó que aquella noche, la última en que le vi, Bolaño acabó durmiendo en la casa del Carrer Ample, con sus hijos y con ella. Era el mejor sitio donde podía dormir, pero eso no significa que yo no me haya arrepentido desde entonces de no haber entendido su insistencia, y de no haberle acompañado aquella noche en su pena hasta el final.

*Archivo Bolaño, Barcelona, CCCB, 2013. -


"Formas de ocultarse"

Javier Cercas Ediciones UDP 420 páginas

Javier Cercas fue amigo de bolaño durante tres años hasta que algo se quebró entre ellos y dejaron de frecuentarse. En este relato de su libro "formas de ocultarse" describe la amistad de principio a fin.

Javier Cercas fue amigo de bolaño durante tres años hasta que algo se quebró entre ellos y dejaron de frecuentarse. En este relato de su libro "formas de ocultarse" describe la amistad de principio a fin.

Por Javier Cercas

"Yo estaba seguro de que nunca volvería a oír hablar de él, de que el tipo nunca sería un novelista de verdad o sólo sería uno de tantos novelistas latinoamericanos de su generación, malogrados por el desarraigo, la bohemia y la pobreza".

josé molina

¡Y qué manera de hablar por teléfono, Dios santo! (...) cuando volví a vivir en Gerona nos llamábamos casi a diario. La verdad es que parecíamos novios ".

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pero que día más hermoso en Osorno. Sol, sol, sol ...te acercas a pasos agigantados mi querido VERANO :) !!

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Soy de la República de Osorno en donde no hace calor ni tiembla xD

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Pensé que iba hacer frío hoy en Osorno y aquí estoy muerta de calor

@Marce_Ros

Buenos días Osorno,el regreso del sol

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Enamórate del sur, vengan de vacaciones a #Osorno y #PtoMontt

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Desde la magia del sur... osorno Viendo el partido con los dientes apretados en familia. Fuerza vamos podemos #LaRojaxFOX

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