El horror y la bestialidad de los atentados terroristas acaecidos en el viejo continente pueden ser también ocasión de pausa y reflexión.
Pausa para considerar con cuidado y delicadeza la pena infinita de todos aquellos hombres y mujeres que perdieron a sus seres queridos en semejantes circunstancias. Y un esfuerzo de reflexión para tratar de comprender las causas que originan esa violencia homicida. Lo primero es un ejercicio personal, mientras que lo segundo corresponde a la esfera del debate público.
Con la caída del muro de Berlín y el término de la Guerra Fría, a comienzos de los noventa, se estableció -al menos en occidente- una suerte de "pax estadounidense", es decir, un modelo de civilización que asumía el mercado y la democracia como un sistema del cual sólo podían emanar virtudes. Esto fue lo que permitió a algunos intelectuales algo pasados de revoluciones proclamar un pretendido "fin de la historia". Pero otros, mucho más lúcidos, hablaron entonces de algo distinto y menos esperanzador: el choque de civilizaciones. En este escenario, la polaridad ya no sería ideológica (izquierda-derecha) sino cultural (oriente-occidente). La caída de las Torres Gemelas en 2001 fue la comprobación final de esta hipótesis.
En efecto, lo que tenemos hoy día es un enfrentamiento, ya no entre naciones, sino entre formas distintas de entender el mundo. A diferencia de las dos guerras mundiales del siglo pasado, en que las batallas tenían lugar entre ejércitos rivales, ahora el enemigo viene de adentro. El que desencadena el horror ya no es un agente infiltrado que recorre medio mundo para detonar una bomba. Es el muchacho que vemos todos los días en la plaza o en la tienda -que forma parte de la comunidad- pero cuya soledad precarizada lo ha hecho presa fácil de visiones radicalizadas hasta volverlo un "lobo solitario" imposible de detectar por las policías.
De una parte, entonces, un occidente debilitado, sin mucha claridad en cuanto a lo que representa, inmerso en un fervor materialista desprovisto de sentido; al frente, jóvenes empapados de una trascendencia pervertida -eso es ni más ni menos el radicalismo islámico- pero cuya "mística" los hace estar dispuestos a dar la vida por su causa.
Así las cosas, aunque lo parezca nunca estaremos lo suficientemente lejos de vivir este tipo de horrores. Las fronteras por donde se cuela el terror son mucho más próximas de lo que la mayoría supone.
Xavier Echiburú