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"Ella cumplió con creces su misión de vida"

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Tras el fallecimiento de Flora Inostroza, el afamado pianista nacional Roberto Bravo se refirió a la relación que tenía con la gestora cultural, ya que la conocía hace más de 30 años.

-¿Cómo se enteró sobre la noticia de su fallecimiento?.

-Recibí la llamada de unos amigos que son músicos de Valdivia y ellos me informaron de la lamentable noticia, la cual claramente circuló por la web muy rápido. Es una tristeza, pero creo que cada persona cumple su ciclo y lo importante es irse con la misión cumplida y en el caso de Flora Inostroza estoy seguro que lo cumplió con creces.

-¿Cómo contribuyó Flora Inostroza en el mundo musical?

-Yo conocí a Flora en los años '80, precisamente en las Semanas Musicales. De todo el tiempo que la conocí puedo decir que ella aportó de sobremanera en el mundo musical, ella más que nadie entendía lo que la música significaba y la importancia de fomentarla, por eso tanto los músicos como la gente seguiremos muy agradecidos con la creación de las Semanas Musicales, porque es el sueño de los artistas y es así como yo también la recordaré.

-¿Cuál es el legado que deja en las nuevas generaciones?

-Al ser una de las gestoras de las Semanas Musicales, de forma directa o indirecta dejó un aporte en los jóvenes, incentivándolos para que se conecten con la música a través de las actividades en Frutillar. Ahora sólo cambiará de directivos, pero el festival seguirá y los músicos continuarán y se dedicarán a recibir a las generaciones nuevas que están surgiendo.

-¿Con qué recuerdo se queda de Flora Inostroza?

-Siempre la recordaré como una persona muy grata y cariñosa y extremadamente acogedora. Una persona muy visionaria y me quedo con saber que ella vivió de forma maravillosa porque "donde hay música no puede haber cosa mala" y eso ella lo sabía mejor que nadie. La próxima vez que toque en Osorno, dedicaré la primera parte de mi concierto en memoria de Flora Inostroza.

30 años conocía Roberto Bravo a Flora Inostroza. Su relación de amistad comenzó en las Semanas Musicales.

"Últimas vacaciones"

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Lo que voy a contar sucedió el último verano de mi niñez, o lo que yo entiendo por mi niñez, como un estado inconsciente e instintivo, justo antes de que mi vida cambiara o tomara un rumbo definitivo. Antes de que mi hermano mayor perdiera su pie izquierdo, me fuera a vivir con mi mamá, dejara el liceo y que el resto de los hechos siguiera el camino que hizo de mi vida lo que es. Un destino evidente para todos los que me rodeaban -y que no consideraban nada bueno-, pero que, al final, fui yo quien decidió tomar. Por eso es que tiene sentido para mí contar las vacaciones de ese verano. Creo que fueron ellas las que, en gran medida, aunque también inconscientemente, moldearon mi decisión.

Hablo de las vacaciones de verano del 2010, cuando tenía diez años, y que pasé en La Serena con mi tía Verónica y sus dos hijas, Camila y Javiera.

La Serena: ahora me parece el nombre más increíblemente adecuado para los días que pasé allí. La primera imagen que se me viene a la cabeza es la de estar flotando en cal- zoncillos en las aguas más tibias que hubiera probado, contemplando el cielo y el imperceptible desplazamiento de las nubes. Serenidad, al igual que otras palabras similares, era un espacio vacío en el diccionario de mi vida.

Hasta antes de ese verano pasé mi niñez sin paradero fijo, viviendo entre la casa de mi mamá y la de mi abuela. Mi mamá era dueña de un departamento de los blocks de la población Parinacota, en Quilicura. Una vivienda social pequeña -que el gobierno le cambió por una libreta de ahorro con ciento cincuenta mil pesos-, en la que casi nunca había comida ni agua; robaron la cocina y las cañerías durante unas semanas que pasó abandonada. Así que vivíamos ahí por las noches, cuando no había hambre o necesidad de bañarse, y el resto del tiempo en la casa de mi abuela. También me quedaba con mi abuela los fines de semana o los días que mi mamá se desaparecía. Algunas veces junto a mi hermano mayor, el Mauri, pero la mayoría del tiempo solo, porque mi hermano también había comenzado a desaparecerse sin avisar. A mi abuela le decía "mami" y a mi madre le decía "mamá", y lo mismo con mi abuelo y mi padre, aunque a mi papá, preso desde que yo era una guagua, prácticamente no lo conocía.

Mi mamá y mi mami. Ambas me querían, pero eran mujeres duras. No podías imaginarlas susurrando. Mi abuela era una mujer gorda y con cara de turca. Toda su vida trabajó como feriante y de vieja vino a convertirse en evangélica. Trataba a mi mamá de "esta" o "la tonta", y decía que era su castigo -aunque nunca mencionó el motivo de tal condena. Solía contar su concepción como el presagio de su desgracia: tras cinco hijos y ya vieja para tener otro, quedó embarazada luego de que los antibióticos, que tomó por una pésima extirpación de las muelas del juicio, anularon los anticonceptivos.

Mi mamá se llamaba Karen, era morena, de pelo negro crespo y ojos achinados. Su cuerpo flácido, y su rostro arrugado y lleno de manchas, la hacían ver como una mujer de cincuenta años, pese a tener poco más de treinta. Mi abuela decía que no tenía derecho a quejarse, dada la mala vida que había llevado. Se casó a los diecisiete, tuvo dos hijos y los abandonó, luego conoció a mi padre y me tuvo a mí.


"Qué vergüenza"

Hueders

224 páginas

$10.000

Extracto del libro "Qué vergüenza"

Por Paulina Flores

La primera imagen que se me viene a la cabeza es la de estar flotando en calzoncillos en las aguas más tibias que hubiera probado.