Este domingo, con la fiesta del Bautismo del Señor, hemos cerrado el tiempo litúrgico de Navidad, para iniciar la primera parte del Tiempo Ordinario siguiendo a Jesús en su camino entre los hombres. Juan el Bautista es el precursor de esta llegada; su prédica llama a la conversión de los pecadores, con vista al advenimiento del Reino de Dios; como culminación, son bautizados en las aguas del Jordan para limpiarlos de sus faltas.
Es en este contexto que aparece Jesús: el niño indefenso que, envuelto en pañales, recibiera el homenaje de los pastores y de los sabios venidos de oriente y que, para huir de los poderosos que temen por su llegada, debe ser llevado lejos, es ahora un adulto que requiere el bautismo de Juan. Éste, asombrado, lo encara: "Soy yo el que necesito que tú me bautices" (Mt 3,14). La respuesta es enfática, aunque llena de misterio: "Deja eso ahora; pues conviene que cumplamos lo que Dios ha dispuesto" (Mt 3,15).
El enigma queda develado cuando, al salir Jesús de las aguas, se abren los cielos para dar paso al Espíritu Santo que, en forma de paloma , desciende sobre Él, mientras se escucha la voz del Padre que proclama la filiación divina del hombre que acaba de recibir ese bautismo humildemente y rodeado de pecadores.
Al iniciar su vida plenamente humana, esta teofanía trinitaria proclama su condición simultánea de plena divinidad, como "Hijo amado" de Dios Padre (Mt 3, 17). Según la tradición, treinta años han transcurrido desde la Natividad en Belén, hasta este segundo inicio. En este tiempo, la crisálida que desarrolló su metamorfosis bajo el amparo del hogar de José y María en Nazaret, emerge luminosa para abrir sus alas y emprender el vuelo hacia el dolor y humillación de su pasión y muerte, camino que culminará en la gloria de la Resurrección.
Con este inicio se cierra la etapa formativa en la vida de Jesús, Hijo de Dios encarnado y hombre en todo, menos en el pecado - de aquí la duda de Juan - que se sumerge en las aguas para hacerse uno con la multitud de pecadores buscando el perdón y asumir, así, el peso de esa culpa que ofrecerá al Padre, en la cruz, para redención de la humanidad. El Señor se ha hecho uno de nosotros y emprende ese camino. En esta cercanía, a través de la distancia y del tiempo donde siempre espera a cada uno, nos invita a recuperar esa pureza de nuestro bautismo, para seguirlo a la vida eterna.
Obispo