En nuestra última columna hicimos un somero análisis de la crisis que está destruyendo a la familia como institución, por los cambios culturales que se viven en el mundo occidental.
Para continuar este análisis, debemos partir de lo que es su esencia misma - el amor - que nos hereda la Familia de Nazaret y que el Papa Juan Pablo II ha descrito magistralmente en el Nº 18 de "Familiaris Consortio": "La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas".
Por lo tanto, nuestra tarea buscando la familia para el siglo XXI, debe partir desde ese valor fundacional y vivificador. Y al hacerlo, nos encontramos que en la mutación del sentir este afecto, probablemente esté la raíz de la crisis que vivimos. La cultura materialista y hedonista vigente, lleva a considerar que el amor es algo sólo material llamado a producir placer, muy lejos del amor al que canta san Pablo en su 1ª carta a los Corintios: "El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo ni jactancia. No es grosero ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta". Este amor, que es todo entrega sin esperar algo a cambio, es un sentimiento que se debe construir retroalimentándolo. No estamos renegando de la materialidad del amor, más bien llevándola a su optimización en un acto que no lo "hace", sino que lo culmina.
La pareja debe buscar la perfección de ser "uno solo" (Gn 2, 24). Al lograrlo, fortalecida por el temple adquirido en su construcción, estará capacitada para enfrentar el desafío social que niega a la familia y para enfrentar los cambios que les traerá el envejecimiento; para proyectar afectiva y concientemente en los hijos la materialidad de ese "uno", y para, en el diálogo afectuoso, asumir los papeles que la vida les demande dentro de la comunidad familiar. En la juventud plena de ideales, simbolizada en los millones de Río de Janeiro, está la semilla; nuestra tarea es cultivarla en estos conceptos, para que de ella salga la nueva familia. Hermoso desafío para la Iglesia.