Le correspondió asumir el liderazgo de una Iglesia Católica atormentada por revelaciones de abuso sexual de sacerdotes, manchada por eventual lavado de dinero y lacerada por indesmentibles pugnas intestinas de poder.
Una Iglesia entusiasmada por enfatizar la ascesis sexual, prohibir el divorcio, condenar el uso del preservativo y execrar la conducta homosexual.
Pero esa Iglesia no parece acomodarle del todo al primer Papa jesuita de la historia. Por eso ha estado haciendo cambios. Y bastante más profundos de lo que pudiera suponerse a primera vista. Ello tal vez obedece a que siempre fue de la opinión que sólo una Iglesia que fuera firme en su identidad, pero a la vez abierta al mundo y en diálogo con él, podría evangelizar a la sociedad moderna. "¿Quién soy yo para juzgar?", ha dicho.
La del Papa Francisco no es una fe instalada en sí misma, que se sienta a sus anchas con el consumo y el confort. Tampoco es una fe que se enarbole como símbolo de distinción o como un signo de refinamiento espiritual; menos todavía una forma de consuelo. No. La suya está distanciada de los vapores metafísicos y no se agota en la simple certeza de lo sobrenatural. Por eso irradia autenticidad y se empeña en despojarse de todo aquello que le resulte accesorio.
Todo esto produce -no vale la pena negarlo- miedo y estupor en algunos detractores que han comenzado a levantar la voz al interior de la propia Iglesia. Y que han llegado a insinuar que Francisco corre el peligro de confundir la belleza quieta de la revelación con la lucha de clases.
Pero el Papa no parece dispuesto a retroceder. Fiel a ese estilo suyo lejano a la pompa y al boato, donde el apostolado tiene primacía frente a la disquisición intelectual -esa erudición en función de una pietas apostólica, como la llamó Kolvenbach- continúa imperturbable con el proceso de reformas.
Sabe bien que en esta hora en que las certezas se evaporan y la incertidumbre campea por todos lados, ya no hay lugar para medias tintas. Mucho menos para alimentar prejuicios como ese que afirmaba que la moral y la virtud iban inevitablemente ligadas a las convicciones religiosas. (Todos nos hemos dado cuenta que hay gente de sotana verdaderamente impresentable y ateos sumamente confiables). Es que la fuente de la moralidad, como predicó ese otro jesuita que fundó el Hogar de Cristo, está, antes que todo, en la resuelta preocupación por el hermano.