La problemática de la violencia escolar como tema trascendente se ha venido instalando de modo progresivo en los debates sobre la educación y la calidad de la misma, aun cuando muchas veces la temática se invisibiliza para dar paso a otras de mayor interés. Como todas las relaciones de violencia, el bullying está anclado en los significados culturales que la sociedad ha elaborado para hacer valer sus propios valores. La violencia escolar no es sólo un fenómeno que se origina y desaparece en el aula; es el espejo del tipo de sociedad que hemos construido, son las relaciones humanas que hemos entretejido y enseñado a replicar, y, desde la perspectiva de la política pública, de las ausencias o vacíos respecto de cómo hemos estado abordando hasta ahora el problema.
Frente a esto, nos llega desde Finlandia la noticia acerca del impacto positivo del llamado Método KiVa (acrónimo de Kiusaamista Vastaam, y que significa acoso escolar). En realidad, se trata de un programa implementado financiado por el Ministerio de Educación y Cultura. El programa se instala como parte del currículo en tres etapas del desarrollo: a los 7, 10 y 13 años, con 20 intervenciones o clases que se conforman como una asignatura donde se inculcan valores como el respeto y la solidaridad. Otra, es que la intervención se centra en uno de los tres actores esenciales que componen la tríada que identifica al bullying: los observadores, para convertirlos en protagonistas de la experiencia vivida apoyando a la víctima desde una postura de activismo solidario.
A pesar de lo tentador, su implementación es cuestionable en nuestra realidad. El campo de acción de la convivencia escolar representa un ámbito nuevo al cual se han abierto los establecimientos educacionales, pero se han abierto desde una lógica muy diferente a la que sustenta el KiVa.
Primero, porque el apoyo del Ministerio de Educación sólo llega a propuestas globales, sin traducirse en un apoyo económico que haga viable un proyecto de tal magnitud. En segundo lugar, no existe voluntad política de instalar en el currículo una asignatura que se haga cargo del desarrollo moral de niños y niñas, de modo tal que se trabaje a conciencia y con responsabilidad la creación de valores.
Por último, no existe una política de estado que aborde el fenómeno de la convivencia escolar desde una perspectiva estatal. En su lugar, el Ministerio de Educación sólo elabora planes y programas que constituyen pautas generales donde cada establecimiento elabora su propio manual de convivencia, pero en la mayoría de los casos dicho manual es elaborado por los directivos, terminando en un "Reglamento de Convivencia", donde se postulan normas que no son construidas por la totalidad de los actores de la comunidad educativa y que por ende, resultan en su mayoría percibidas como arbitrarias por los estudiantes.
Luis Alemán, académico de la Facultad
de Educación de la Universidfad Central