El lugar escogido es el Museo de Bellas Artes de la capital. El reconocimiento es el Premio Nacional de Derechos Humanos. Y el galardonado no es otro que el sacerdote jesuita José Aldunate Lyon, que ha debido juntar fuerzas para llegar a la ceremonia de premiación en silla de ruedas y a punto de cumplir los cien años.
En el ambiente flota una curiosa mezcla de emoción y reconocimiento. También cierto tipo de alegre gratitud que da paso a miradas humedecidas por el recuerdo de días más difíciles. No podría ser de otra forma: la figura del religioso que convoca a los que están ahí reunidos, encierra, a pesar de la fragilidad que le confieren los años, la innegable solidez de un testimonio repleto de coherencia y valentía.
Es que el padre Pepe -como le llaman sus más cercanos- optó tempranamente por seguir el ejemplo de Cristo y hacerlo en serio. Dejando de lado sus orígenes acomodados, decidió exponerse; primero trabajando como cura obrero y luego prefiriendo la hostilidad de la calle y de las bombas lacrimógenas en tiempos de dictadura, antes que la tranquilidad del confesionario y la catequesis, sin descuidar, naturalmente, sus obligaciones sacerdotales.
Es verdad que más de alguna vez tuvo problemas con la jerarquía de la Iglesia y que por lo mismo ha sido objeto de ácidas críticas. Pero, si se mira con cuidado, en el caso suyo tales circunstancias no hacen otra cosa que agregarlo a una meritoria lista que incluye también a hombres del calibre de Tomás de Aquino (el doctor angélico), José Kentenich (fundador de Schoenstatt) y al mismísimo Carpintero de Nazaret.
De entre sus obras, es posible escoger, por la relevancia que tuvo, la fundación del Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, en recuerdo del padre de familia que se inmoló en el atrio de la catedral de Concepción para pedir por la libertad de sus hijos, ilegalmente detenidos y a punto de ser torturados. El mensaje fue claro: descubrir a Cristo crucificado en cualquier ser humano perseguido y denigrado.
Por esta y otras razones muchos pueden pensar que el padre Aldunate es un hombre santo. No se trata de una idea antojadiza. Especialmente si se atiende a la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, cuando sostiene que la "santidad…se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propia vida a la cumbre de la caridad". Más claro, imposible.
Xavier Echiburú