Cinco años se cumplieron ayer desde que el terremoto de magnitud 8.8 Richter golpeara la zona comprendida entre Valparaíso hasta La Araucanía, con epicentro en la Región del Biobío. El terremoto del 2010, de los más fuertes ocurridos en el mundo desde que existen registros, fue seguido de un tsunami que arrasó ciudades costeras e islas. Dejó escenarios inimaginables y rostros inconsolables, con 525 muertos (126 por el tsunami), 800 mil damnificados y daños por 30 mil millones de dólares.

Las principales industrias de la zona afectada quedaron paralizadas, desaparecieron plantas pesqueras, y barrios completos quedaron convertidos en escombros o destruidos por el maremoto. Sin embargo, la reconstrucción del sistema productivo fue rápida. Las toneladas de escombros fueron retiradas, los puertos, puentes y las carreteras se reconstruyeron, y los edificios colapsados fueron demolidos.

El 27/F constituyó la prueba de que el país no estaba preparado para abordar una catástrofe de esta magnitud. El famoso video que se conoció de las primeras horas de funcionamiento de la Onemi, donde aparecían las más altas autoridades, reveló el grado de improvisación y de confusión que reinaba. Más allá de la polémica que se reactiva cada cierto tiempo, resulta evidente que los puntos más afectados hoy son muy diferentes a lo que mostraban las fotografías y videos aquel 27/F. Lucen como ciudades que renacieron incluso con costaneras de modernas líneas arquitectónicas.

En el recuerdo está el comprensible dolor de quienes perdieron a sus seres queridos o sufrieron la pérdida de sus bienes. Pero la mayoría de las familias han dejado atrás la tragedia, se pusieron de pie y soportaron en forma estoica las miles de réplicas que se registraron.

Atrás han quedado los temores que se generaron con el destructivo 27/F. El país se levantó rápido, reordenó su aparato productivo, mientras las autoridades adoptaron las políticas económicas que favorecieran el crecimiento y la inversión y construyeron las casas para damnificados.

Los resultados están a la vista.

Estamos en las últimas semanas del verano, estación que en nuestro hemisferio, junto a la cosecha de cereales y recolección de frutas, tiene un extenso calendario de fiestas y celebraciones, además del descanso laboral y las vacaciones.

En nuestra tradición cultural las fiestas de verano son de dos tipos: las religioso populares, de larga data y extendidas a todo el continente; y las profanas, como el carnaval, que en el hemisferio norte es una fiesta de invierno.

Desde 1976 en Chile se agregan las semanas de aniversario de fundación, las costumbristas y los festivales de la canción, por decisión de las autoridades de turno. En las últimas décadas se han sumado las ferias artesanales, de la cerveza, de la vendimia, junto a muestras y festivales folclóricos.

Las fiestas religiosas populares tienen por protagonistas a los participantes, con una organización comunitaria y elementos culturales característicos, que se repiten por generaciones.

Lo mismo sucede con el carnaval, que se extiende por toda América y Europa. Mientras las primeras han sobrevivido a reiteradas prohibiciones de las autoridades civiles y religiosas, el carnaval desaparece en nuestro país por el mismo motivo, aflorando en los últimos años en el carnaval de Arica y el de invierno de Punta Arenas.

Respecto a las otras, la iniciativa y organización están en su mayoría en manos de la autoridad, la municipal o algún organismo estatal, y su continuidad sujeta al gobierno de turno. En varios lugares se celebran aniversarios de fundación en fechas que no corresponden, como en Antofagasta, en un día que corresponde a la ocupación de la ciudad por las tropas chilenas en la Guerra del Pacífico.

En los festivales se repite el modelo de Viña del Mar, iniciativa que perdió su objetivo inicial, gastando millonarios recursos en una actividad que antes hacían empresarios teatrales o de espectáculos.

Las fiestas populares, como las del verano, son parte de la tradición cultural de la comunidad y a la autoridad de turno corresponde apoyarlas y potenciarlas, asumiendo sus características, tal como sucede en México, España, Brasil o Alemania.

Rodrigo Rodríguez Pérez