Volver a los 17
"Como fantasmas revividos, las imágenes del pasado han vuelto a inundar con fuerza las pantallas de TV"
Para comprobar que Chile no es todavía un país reconciliado bastaría poner la mirada en los actos de conmemoración de nuestro quiebre democrático: de un lado, La Moneda; del otro, el Museo de la Memoria.
Como fantasmas revividos, las imágenes del pasado han vuelto a inundar con fuerza las pantallas de televisión, provocando esa suerte de embriaguez emocional que atestigua, sin el menor asomo de duda, que las heridas abiertas están todavía lejos de cicatrizar. La razón es una sola y la misma de siempre: el país no ha hecho aún las cuentas con su pasado.
El ejercicio puede ser duro y fatigoso pero es tan justo como necesario, puesto que la reconciliación no puede hacerse de espaldas a la verdad, saltando fuera de la sombra de la memoria. Es lo que Derrida alguna vez llamó justicia anamnésica, esa que antes de consumarse en los tribunales se va tejiendo en la cultura, en la historia, en la educación y en la prensa escrita.
Por eso es tan importante que el propio Presidente señalara, con meridiana claridad, que el golpe de 1973 fue un desenlace previsible, pero no inevitable: no existe algo así como las "inevitabilidades históricas" (¿dónde quedaría si no la doctrina del libre albedrío?).
Si atendemos ahora a la amplia documentación disponible sobre los 17 años del régimen militar -incluyendo los archivos desclasificados por el gobierno de EE.UU.- es razonable pensar que no hay otra lectura que honre una memoria histórica común para todos, que la condena unánime, sin rodeos ni medias tintas, del terrorismo de Estado que azotó implacablemente nuestro país: esa verdadera industria de la muerte que segó la vida de miles de chilenos.
El rostro humano tiene una dignidad propia. Y el rostro del otro, dijo una vez Emmanuel Lévinas, es la trascendencia personalizada, porque a través suyo, a través del rostro del ser amado, se nos muestra la humanidad entera en su indefensión. Por eso es que la relación con el otro es fundamentalmente ética, porque es mi preocupación por él lo que le da sustancia y permanencia a mi identidad.
Al negar su propia identidad tapándose el rostro con anteojos oscuros, como al afirmar que dos cuerpos de desaparecidos hallados en una sola tumba eran una demostración de buena economía, Pinochet no sólo evidenció que nunca había leído a Lévinas. Mostró de manera definitiva cual había sido la impronta de su gobierno.